Al calor de la lumbre

- en Firmas
lumbre

Cuando hoy entro en la cocina de mis abuelos con mi imaginación, me encuentro con una chimenea oscurecida de recuerdos, sin yares, sin caldera de cobre, el hogar sin burrajos ni cenizas, sin pucheros, sin trébedes, sin morillos, con dos sillas de espadaña que se miran nostálgicas, y sin el tajo en el que yo me sentaba, porque aún sigo vivo. Cuando me muera, también aparece en la escena el tajo en el que yo me sentaba.

Cuando era chico, pues yo fui pequeño alguna vez, me iba a acostar a casa de mi abuela, porque, en mi casa, éramos muchos hermanos. Y, antes de irme a la cama, mis abuelos me contaban mil historias, mientras mi abuela escarbaba en la ceniza de la lumbre en busca del con-suelo de algún rescoldo. Mis abuelos ya habían rezado el rosario; no solían esperarme para no aburrirme con las letanías y el “ora pro nobis”. Yo llegaba jadeante, porque pasar por el encañao me daba mucho miedo: se comentaba en el pueblo, que, en su oscuridad, se guarecían los fantasmas. Me sentaba en el tajo y escuchaba. A mi abuelo, le gustaba tararear aquella canción que hablaba del desastre de Cuba. Me la cantaba también, cuando íbamos al huerto de la Huelga.

“España ya no eres tú,
lo que, en otros tiempos, eras,
perdiste la Habana entrena,
Buenos aires y el Perú,
la República del Sur,
que tú también la mandabas,
y, ahora, has venido a perder
lo poco que te quedaba.

Después, le tocaba el turno a mi abuela. Aquella noche, comentó, a mi abuelo, que había com-prado un octavo de carne de res en casa de su hermana Ramona. Yo no sabía lo que era un octavo ni una libra ni una onza… Nosotros, en la escuela, ya nos guiábamos por el sistema métrico decimal, que ya se había implantado, en España, el 19 de julio de 1849, como nos repetía don Jesús, el maestro. Y mi abuela, en su lenguaje viejo, repetía, con frecuencia: “y de eso ni una pizca”, “echa una miaja”, “eso no pesa ni un comino”, “dame un cacho, una rodaja”, y, cuando pesaba con la romana, me hablaba de media libra y tres onzas, y del octavo (la octava parte de un kilo (125 gramos).

Yo guardaba estas cosas en mi faltriquera mental, y ya, de mayor, el recuerdo de mi abuela me despertó la curiosidad por la acepción de estos vocablos, que nombraban estas distintas menudencias; y llegué a relacionar pizca con pellizco, un cachito muy pequeño, muy pequeño, que duele mucho, y tanto más, cuanto menos apañas con las uñas del dedo pulgar e índice; una miaja, que viene de migaja y de miga; y el cacho y la rodaja, los precedentes de trozo. Trozo era de uso para las personas pudientes: el trozo de chorizo. Entre los pobres, siempre se habló de cacho.

Y, cuando estas medidas diminutas estaban de moda en el habla, no se había inventado el colesterol, ni la artrosis, ni la obesidad, ni los gimnasios ni los paseos mañaneros…Ni se conocían los chequeos médicos. La gente se moría porque se tenía que morir, no por algo.

Yo tengo nietas, pero no tengo lumbre ni badila ni tajo; ni mis nietas saben nada de estas naderías, que fueron el alma de mi infancia, que se pierde en los recovecos del tiempo. Yo no puedo contarles nada de mi niñez, porque, para ellas, son chorradas; en cambio, son ellas quienes me traen a colación el trajín de sus experiencias y juegos tecnificados, que yo tampoco entiendo, y que, para mí, serían también simplezas, si no fueran cosas de mis nietas: la debilidad de mi vejez.

Autor

Maestro. Escritor e investigador. Realizó estudios de Historia del Arte en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Salamanca. Ha publicado varios libros sobre Macotera y comarca.