La medida de mis días

- en Firmas
Cementerio de Salamanca - Santos

“Hazme saber, Yahveh, mi fin, y cuál es la medida de mis días, para que sepa yo cuán frágil soy” (Salmo 39, 5)

Entre santos y difuntos estoy escribiendo esta entrada, recordando un texto ya antiguo del teólogo José Antonio Pagola titulado “creer en el cielo”, pensado para el día de Todos los Santos. Abiertamente comenzamos diciendo que el cielo no es un lugar, sino entrar para siempre en el Misterio del amor de Dios. Todos esos santos caminaron por el mundo con el corazón dirigido a Dios y al prójimo, irradiando paz, bondad y misericordia por todos los poros de su existencia. Pero, no nos debemos conformar con su recuerdo, su santidad nos pertenece, todos podemos ser transformados por el Espíritu y desplegar el reino de Dios en nuestra realidad, un reino de paz, justicia, libertad y amor.

No solo recordamos y oramos a los Santos que han entrado en el Misterio de Dios y para los que no es alguien oculto e inaccesible, también a nuestros difuntos. Orar y vivir la muerte, no es una novedad, se ha integrado desde siempre en la cotidianidad de la vida, era la culminación de la existencia. Es muy importante recordar la muerte, no para abatirnos sino para embellecer la vida y vivir cada momento con mayor conciencia y lucidez. De alguna manera, la muerte, revela nuestra relación con Dios, bien sea el abandono confiado ante el encuentro con el Misterio o el rechazo abierto de toda transcendencia. Algunos no nos resignamos a vivir en la condición de quien no se dirige a ninguna parte y hacer de la vida un “cementerio de esperanzas”.

Sólo Dios es Santo, gracias a su amor, todos los hombres y mujeres son santos, sobre todo los más necesitados y excluidos por el hambre, la humillación, la enfermedad, la soledad o todas aquellas las personas sin esperanza por los golpes de la vida. Ese encuentro con el Misterio puede ser tremendo o beatificante, puede ser angustia y terror, o bien gratitud, alegría y consuelo. Esta ambigüedad y polivalencia hace que ese Misterio adopte muchos nombres en la historia de la humanidad y sea susceptible a numerosas interpretaciones. Una de ellas es la palabra cielo.

En la fe de los seguidores de Jesús, desde sus primeros momentos, era una forma de hablar esa realidad misteriosa y divina que Es. En el mundo judío, se utilizaba como circunloquio del nombre de Dios (Yahveh), que por respeto no se pronuncia. Así, “ir al cielo” no significa otra cosa que “ir a Dios”. Ascender como hizo Jesús, es ir a la casa del Padre y con ella, el cielo se convierte en la unión del hombre con Dios, es la felicidad de estar junto a Dios. Es esa felicidad que despliegan las bienaventuranzas del reino, que consiste en una vida en plenitud, donde no hay dolor, ni hambre, ni miseria, ni fronteras, ni humillación, ni sufrimientos, ni tristezas, ni enfermos, ni limitaciones, ni vacío, ni tampoco lágrimas que verter.

El cielo constituye para el cristianismo el futuro absoluto (L. Boros), la realización absoluta de la vida (Libánio-Bingemer), la plenitud definitiva de la existencia humana gracias al amor consumado (Ratzinger), toda la felicidad completa que conlleva el estar junto a Dios (Nocke), la consumación definitiva de la creación (Moltmann). Toda esa esperanza se ha expresado con diferentes imágenes: Vida absoluta o eterna, un gran banquete de bodas, como la patria o el hogar, como una ciudad, la nueva Jerusalén, comunión de los Santos, como la visión de Dios.

Con todo ello queremos concluir que el cielo es una experiencia amorosa, una buena aventura. Como nos recordaba José Antonio Pagola:

No me puedo hacer a la idea de no encontrarme nunca con Jesús. No me resigno a que tantos esfuerzos por un mundo más humano y dichoso se pierdan en el vacío. Quiero que un día los últimos sean los primeros y que las prostitutas nos precedan. Quiero conocer a los verdaderos santos de todas las religiones y todos los ateísmos, los que vivieron amando en el anonimato y sin esperar nada.

El cielo, es la realización de todas las esperanzas y utopías humanas. Es el sueño humano más profundo, la síntesis de la reconciliación con todo, la realización de todas las dimensiones humanas. No hay mejor descanso que encontrarnos en las manos de Dios, viviendo desde la hondura de su alma, desde la grandeza de su corazón y creatividad, desde la amplitud de su rostro misericordioso, desvelando para siempre su ocultamiento. Como nos recordaba San Agustín, allí descansaremos y veremos. Veremos y amaremos. Amaremos y alabaremos. Viviremos el descanso del sábado bíblico, el día séptimo de la plenitud final. Porque nosotros mismos somos el día séptimo.

Autor

Profesor, historiador y filósofo.