MACOTERA: El paraguas

- en Firmas
Paragüas Salamanca

A todas las jóvenes que un día dejaron su pueblo para ir a trabajar a una fábrica de Oñate, municipio de la provincia de Guipúzcoa, (País Vasco)

Era media tarde, los nubarrones color topo se agolpaban y chocaban fuertemente entre sí en la planicie del cielo, produciendo un estruendo ensordecedor que pareciera una competición de ruidos.

Como canicas blancas, el granizo repicaba sobre el asfalto, mientras los vencejos huían despavoridos y algunos se guarecían bajo las cornisas de los altos edificios. Un viento impetuoso, envuelto en agua, calaba los huesos de los transeúntes que, indecisos, iban y venían buscando un lugar donde cobijarse.

Yo había salido de casa pertrechado de elementos para la lluvia, incluido mi paraguas, siempre presente y disponible en el paragüero a la salida de la vivienda. Mi paraguas era sólido y noble; me lo regaló mi hermana Mercedes cuando trabajaba en la fábrica Garay en Oñate. Lo tenía tanto aprecio porque siempre pensé que era un paraguas, no solo vasco, sino también macoterano, puesto que las mujeres de Macotera trabajaban en la cadena de montaje y sus aquejadas manos se veían reflejadas en él. El color de su tela era azul oscuro y su empuñadura estaba hecha de una madera veteada muy agradable al tacto.

Continuaba abstraído de todo lo que acontecía a mi alrededor, hasta que un golpe de viento seco retorció las varillas del paraguas poniéndolo del revés y evitando la función de su cometido. Traté sin éxito de volverlo a su estado natural, pero fue un esfuerzo inútil pues algunas varillas habían taladrado su azulado cuerpo. Comprendí que tenía difícil reparación y muy pesaroso y desconsolado, lo cubrí con cartones y lo dejé apoyado en un contenedor de basura.

Continuaba la lluvia y el viento, mientras trataba de hacer me un hueco entre la gente que se agolpaba bajo la visera de la parada del autobús. No era capaz de apartar de mi mente la imagen del amasijo de metales envueltos con una tela. No soportaba pensar que algún chatarrero, rebuscando en la basura, lo pudiera descuartizar
para sacar de él cualquier provecho económico. Durante la larga espera en la parada del autobús, recordaba cantidad de anécdotas durante los muchos años que convivimos mi paraguas y yo, como aquella vez que un señor se acercó a nosotros cuando descansábamos en un banco del parque, al lado de casa. Noté que te miraba fijamente, tocaba tu empuñadura y pasaba las yemas de sus dedos por el alisado azul de tu tela. Me propuso comprarte y yo le insistí que no estabas en venta. Le pregunté el porqué de su interés hacia tí y me dijo: “Este paraguas ya no se fabrica y los que hay en el mercado suelen traerlos de China”. Me contó que su oficio era paragüero lañador, único superviviente en la faz de la tierra. Todo esto, por si alguna vez hubiera que hacerte alguna reparación.

Recuerdo otras curiosas anécdotas: los cabreos en casa cuando dejabas caer, no sé si a propósito, algunas gotas de lluvia en el reluciente parqué recién pulido y barnizado; la novedad de tocar un botón al lado de la empuñadura y abrirte automáticamente, ahuyentando a las palomas que aquella viejecita daba de comer a diario. Y cuando íbamos a los toros, daba la sensación de que te enfadabas en una tarde que amenazaba lluvia y luego soportábamos un calor sofocante. También cuando sujetabas la artrítica levedad de una parte de mi cuerpo, evitando los resbalones por los gastados adoquines de las aceras.

La lluvia y el viento pareciera que se quedaban a vivir entre nosotros. El autobús se hacía el remolón y los taxis, como siempre, circulaban por el lado contrario. Traté de comunicarme con dos amigos que sé que vivían muy cerca de allí, uno no estaba y al otro le era imposible venir a recogerme. Esto suele pasar con los amigos, que nunca están disponibles cuando más los necesitas. Sin embargo, mi querido y añorado paraguas estuvo siempre dispuesto a dar su vida por mí.

Jerónimo Salinero

Autor

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