Llevo más de año y medio dándole vueltas al tema. Me alucina la permeabilidad (no sé si es la palabra adecuada) y capacidad de supervivencia de la hostelería. Cuando se desató (o desataron) esta pandemia de la Covid-19, la hostelería se convirtió por obra y gracia de la decisión de los que mandan en parte de la primera línea de combate. Podían haber buscado alternativas para reducir el impacto del virus, o para que los establecimientos hosteleros fueran lugares de control, pero no. Los famosos ERTE’s y p’alante.
Todo fue tan rápido que todo el mundo se vio envuelto en una espiral en la que no había tiempo para reflexionar ni para buscar alternativas. Al fin y al cabo, da la impresión que la hostelería lo aguanta todo. Son empresarios, son autónomos… Son ricos, pensarán algunos. Y es que parece que la hostelería es un señor que tiene un restaurante en la Plaza Mayor de Salamanca, de Madrid o de Valladolid con la caja abierta y cobrando a todos los turistas que pasan por allí desde las 8 de la mañana a las 2 de la madrugada. Pero, no siendo docto en la materia, intuyo que la hostelería es más que eso. Pienso que son muchos impuestos, pienso que son facturas desorbitadas de bienes básicos como la luz o el gas, pienso que son compras de productos y pienso, sobre todo, que son personas que trabajan en ella y que viven de ella y que no todos son ricos. Que la mayoría son camareros, padres de familia, que viven al día. Y ellos también son hostelería. Incluso muchos propietarios viven al día. Incluso muchos deben dinero. Incluso algunos tienen que pedir préstamos muy importantes para sobrevivir, préstamos que les cuesta el fracaso de sus negocios (con lo que conlleva de ruina personal) y que en la pandemia ha obligado a muchos a cerrar sus negocios porque no podían más.
Me contaba un amigo que regentaba un bar que “o el propietario del local me baja la renta a más de la mitad o será insostenible el negocio”. Claro, eso me lo decía en un bar que yo siempre tenía la sensación de que estaba lleno. Ya un día hablando en serio me confesaba que “sólo abrir me cuesta 500 euros”. Cinco trabajadores fijos, uno eventual, facturas desorbitadas de luz y agua (estaría bien que algún día algún experto desglosara esas facturas de los establecimientos hosteleros) costes de productos, impuestos. En total 500 euros. Ya son vinos los que tiene que facturar, pensé. Entonces, en mi buenismo se me ocurrió sugerirle que, a lo mejor, el dueño del local necesitaba esa renta para vivir, algo tan lícito como cualquier otra actividad. Tras confesarme mi amigo la cantidad de propiedades que tenía el susodicho puedo certificar que no lo necesitaba. Que, en realidad, no le bajaba la renta porque se lo podía permitir, porque se podía permitir tener el local cerrado un año, dos, o los que considerara necesario. Al final no hubo acuerdo con el propietario y mi amigo cerró el establecimiento.
Claro, uno siempre piensa que cierta parte de la hostelería son una especie de ‘Doctor Jekyll y Míster Hyde’. Que en cuanto toman una medida en contra cargan las escopetas y sacan a relucir toda su artillería mediática y social y que en cuanto toman una a favor afloran cual ‘campanillas’. Pero es que también en la hostelería hay clases.
El pasado sábado iba yo pensando en éste tema precisamente. ¿Cuántos locales hosteleros de restauración puede haber en Salamanca? ¿Cien, doscientos, mil? La verdad es que no lo sé. Lo cierto es que son muchos y por eso están como locos por ‘pillar’ en Navidades. Todos elaborando y ofreciendo menús suculentos para que la gente apueste por no cocinar y acudir a éstos locales en los días señalados o, mejor aún, en esa comida de empresa o de grupo de amigos que se suelen celebrar en Navidades.
Obviamente habrá locales que tengan unos ingresos bestiales, pero habrá otros para los que recibir algún grupo será la extra de Navidad.
Pero tras visitar a un amigo restaurador, éste me contaba que ya le habían suspendido setenta menús, después de que desde hace dos semanas los medios de comunicación nos bombardeen con supuestas nuevas medidas restrictivas en el acceso como la petición del pasaporte Covid, la separación de mesas, la reducción de comensales en las mismas…
Claro, un negocio que da de comer a quinientas personas cada día, es obvio que se puede permitir reforzar el personal para facilitar estas medidas, pero el resto… ¿Tienen capacidad económica para hacerlo o es un peso más para su ya maltrecha economía? ¿Alguien piensa en ellos? ¿Alguien les ayuda a mantener abiertos sus negocios? ¿No son personas de verdad? ¿sólo parte de un colectivo? ¿Nadie se da cuenta de la cantidad de dramas personales y familiares que fomentan estas medidas? ¿Nadie se da cuenta de lo que gira alrededor de estos negocios? ¿Un gobierno no sabe que, además, de los propietarios, también hay camareros que viven de ello, proveedores, incluso empresas de limpieza o communities manager, incluso el de la imprenta donde imprimen las cartas o los carteles?
¿Se dan cuenta en el Gobierno que cualquier paso que dan influye directamente en el futuro de muchos negocios? ¿Se dan cuenta de que alguna de estas medidas sentencia de muerte a muchos establecimientos? ¿No ven que anular o contratar una reserva puede hacer que un restaurante siga abierto o cierre su actividad?
Añadan cuantas preguntas se le ocurran, porque no son pocas las que se generan.
Mueve tanto la hostelería en un país como España que no estaría de más que, por una vez, los encargados de tomar decisiones se bajaran al barro y pormenorizaran y fueran prudentes en las manifestaciones. Y gobernaran pensando en todos y no a la ligera.
¿Acaso no se podría invertir ese dinero que se invertirá en ERTE’s (que a nadie se le olvide que, en muchos casos son la antesala de los ERES) se invierta en financiar las medidas higiénicas en estos establecimientos para que no haya riesgos y la gente pueda seguir yendo a ellos (con toda la seguridad del mundo) y estos negocios puedan seguir ejerciendo su actividad sin poner en riesgo su supervivencia? En fin. Doctores tiene la Iglesia. Esperemos acontecimientos.