Miguel Zaballos Casado “Potanche”, ganadero de bravo

- en Toros
Potanche Macotera

Ficha técnica de su ganadería

Divisa: Divisa encarnada y amarilla.
Señal: dos horas.
Antigüedad: el 22 de julio de 1967, fecha que lidió en Madrid, a su nombre, inscrita en el registro de Nacimiento de Reses de Lidia del Ministerio de Agricultura, con el número 384 nacional, y 46, provincial.
Finca: Cabeza de Diego Gómez

Sintetizar una vida tan dilatada y rica en contenido humano como la de Miguel Zaballos, resulta harto complicado, pero lo intentaremos a su pesar. Nació a las cinco de la tarde, de un día de abril de 1901, en el número 9 de la calle Arrabal de Macotera. Eso de las cinco de la tarde no sé si fue un presagio o una casualidad; lo que sí fue una casualidad y no un presagio, que un san Roque marchase  trabajar, por primera vez, a Salamanca; y otro san Roque, más lejano, se despidiese de nosotros para siempre.

Su padre, un mozalbete jornalero de 22 años, de nombre Francisco; Victoria Casado, su madre, apenas había cumplido los 18 cuando el muchacho vio la luz por primera vez. Quedó huérfano de padre a los cuatro años; su madre se vio obligada a trabajar para sacar al cachorro adelante, mientras tanto, él ejercía de trasto, de revoltoso y de poco amante de la escuela. Cumplidos los 16, muere su madre de cáncer. Se quedó solo con dos refugios: la abuela Bernarda y el tío Enrique el Morenito. Había que trabajar. Se apaña como arreador de ganado en cada de los Ranes – de aquí su gran amistad con Juan el Ranes -. Los inviernos solía emplearlos con sus primos Morenitos vendiendo sardinas.

Su universidad, la vida; sus enseñanzas, la filosofía de los dichos y refranes populares, que él guardaba, minuciosamente, en su memoria y exprimía escrupulosamente con su inteligencia; su equipaje, las alforjas, una media manta y un fuerte garrote; su esperanza, el polvo, el sudor y la fatiga. Con este bagaje, un san Roque, Alfredo Manzano hace una llamada a su amigo Enrique: “Necesito un joven experto en arrear y cuidar ganado”. Nadie como su sobrino Miguel. Ese mismo día, se trasladan a Salamanca tío y sobrino, y entra a trabajar con los cosocios, Domingo Polo y Ernesto Blanco. Atrás quedó una fiesta y el corazón acongojado de una jovencita enamorada,
Luisa, quien, unos años después, sería su esposa.

Su vivacidad, inteligencia natural y su gran disponibilidad le abrieron pronto camino y las puertas del éxito. Al poco tiempo, sus amos le nombran hombre de plena confianza. Las desavenencias rompen la compañía de Domingo Polo y Ernesto Blanco, y Miguel se encuentra entre la espada y la pared: los dos se lo querían llevar. Entonces, opta por no apostar ni por el arma ni por el adobe.

La experiencia es un grado y decide ponerse de su cuenta. Miguel abre su capote de brega, introduciendo ganado de desecho de tienta en el matadero de Madrid. Por su faena cobra una buena comisión. De esta manera, consigue amasar una pequeña fortuna que él sabe invertir acertadamente en la adquisición de ganado. No era muy amigo de bancos. Para proteger y criar sus ganados, compró, una tarde de primavera, el cebonero del Arrabal; fue su hombre de confianza, su primo Antonio Potanche; pero él anhelaba una finca: estaba cansado de arriendos. Había que dar verde a los becerros y, entonces, para satisfacer sus deseos, se asocia con don Julián Escudero, dueño de Cortos de la Sierra. Juntos compraron, en 1933, la ganadería de don Emilio, el de Gallegos, y trabajaron en sociedad un buen tiempo. Pero un día partieron y cada cual se llevó su parte. Esta ganadería era de segunda y así la inscribió en el
Sindicato de Ganadería.

Después de la guerra, Miguel adquirió un cuarto del Villar de los Álamos – anteriormente, lo había tenido arrendado-, a Argimiro Pérez Tabernero; unos años después, se quedó con la Cabeza de Diego Gómez, propiedad del marqués de Revilla. n el año 63, compró la ganadería de Hernández Pla, de primera categoría. En principio, la adquirió para especular con ella, pero el gusanillo, el veneno del toro, rompió todas sus anteriores intenciones. Se quedó con las vacas de Argimiro Pérez Tabernero, de procedencia Saltillo, y, con las camadas que poseía, realizó una gran selección, que le reportó grandes y sonados éxitos en plazas tan importantes como Madrid (1969), Logroño, Gijón, Játiva, Albacete, etc.

Cuando, realmente, Miguel comenzó a encumbrarse, a ser un reconocido señor de negocios, con solera nacional, fue en el año 32. Lo nombran representante exclusivo, en Salamanca, de las empresas de las plazas de toros de Madrid y Barcelona. Guardó una estrecha relación con Domingo Dominguín padre, con Marcial Lalanda y los Gómez Lumbreras que, por aquellos años, explotaban la plaza de toros de Vista Alegre; con José Mª Flores Camará; con el empresario de las Ventas, don José Mª Jordán. Don Livinio, “el de apellidos judío y de estornudo”, gerente de la plaza de las Ventas, dijo: “Del toro sólo he sacado una cosa: la sincera amistad de José Flores Camará y de Miguel Zaballos”.

La representación de la plaza de Barcelona la dejó pronto. No la podía atender convenientemente; también enviaba toros salmantinos a las empresas de Antonio Ordóñez, en Andalucía. Miguel tenía otras aficiones. Santana y él fueron los principales lanzadores de Rafael Farina. Ellos le compraron el primer sombrero, la primera y la segunda guitarra y saciaron muchas de sus hambres. Así lo reconoció Farina y supo agradecerlo públicamente. En aquella feria de san Isidro, Miguel y sus hijas se encontraron con Rafael en la calle: “Tiene que ir usté a ver mi espetáculo”. Así fue. La familia Zaballos ocupaba un palco. Empieza la función y todos reflectores se clavaron en el mecenas macoterano. Miguel se vio envuelto en un “gran lío”. No salía de su asombro, mientras Farina no se cansaba, junto con Paquera de Jerez, de brindarle fandangos y arrumacos a quien había sido su protector en los años más duros de su carrera artística.

Como buen macoterano, era un entusiasta de san Roque, sobre todo, de los encierros. Miguel estuvo siempre presente. No fallaba un año. Enviaba a su criado con su caballo para que, ese día, estuviera descansado. Como garrochista y dominador del montado hacía pareja sin igual con Cantarillas, Bartolo y Cristóbal Gabrieluco, hombres del recuerdo por sus admirable destreza con los novillos; hazañas que se guardan hoy en la popular y bella estampa taurina macoterana.

El hombre arreador de ganado y vendedor de sardinas, se ha convertido en uno de los hombres más admirados y queridos de nuestra provincia en todos los rincones de España. Alternó con toreros, afamados ganaderos, intelectuales, artistas…, sin perder nunca su compostura y sencillez, ni la filosofía que rezumaban los dichos y refranes que, de pequeño, aprendió de los labios de los hombres viejos de su pueblo.

Ocho días antes de morir, acompañado de su hija, Mª Victoria, su eterna y simpar compañera, con la mascarilla y el oxígeno en el coche, – pues ya estaba muy malo -, quiso embarcar la última corrida para Madrid. Dio la vuelta de costumbre a todo el ganado. Tomó nota de las vacas paridas y de los terneros. No quiso dejar las riendas nunca, pero, en esta vida, hasta los grandes hombres también mueren.

Autor

Maestro. Escritor e investigador. Realizó estudios de Historia del Arte en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Salamanca. Ha publicado varios libros sobre Macotera y comarca.