Hasta los años 60 del siglo pasado, la mayoría de la población de Macotera trabajaba en el campo. Era normal ver por las calles yuntas de bueyes y mulas dirigiéndose a los caminos para ir a sus tierras hacer las labores propias de cada temporada. La principal herramienta era el arado romano. Parece mentira, pero después de muchos siglos era muy poco lo que habíamos progresado. No fue hasta 1953 cuando entró el primer tractor en nuestro pueblo.
Para los que solamente han conocido el arado romano colgado de alguna “tená”, como reliquia de otros tiempos, o en el museo etnológico de Macotera, les contaré lo que fue para el campo esta herramienta durante mucho tiempo. Como fui temprano “desertor del arao” lo haré con la ayuda de dos expertos labradores: mi hermano Pedro-Comenencias y mi primo Rafael-Colorao.
El arado romano no era tan simple como se ve a primera vista. Estaba compuesto de muchas partes que había que ensamblar antes de salir al campo. En su mayoría eran los mismos labradores los que construían esas piezas a base de sierra y zuela. Con el arado romano se labraba el campo con un enorme sacrificio para obtener el pan que nos sustentaba. Iba tirado por una yunta de mulas, o bueyes uncidos al yugo con unas coyundas de cuero, que en las matanzas se untaban con tocino para alargar su vida. Colgado del yugo llevaba el barzón, que con una clavija
sujetaba un palo largo llamado timón. Dos belortas de hierro sujetaban el timón a la cama del arado y al dental, donde iba la reja. Debajo del dental llevaba una caña de acero y otra pequeña pieza llamada cibica que eran las que arrastraban por el surco. Las dos belortas también sujetaban a la cama del arado unos cuños y una llana de madera que, según su grosor podían hacer que la reja se introdujese más o menos en la tierra. La reja era de hierro con su parte delantera de acero. Se hendía con el esfuerzo del labrador, que con su pie en el pisote y su mano bien sujeta a la mancera del estevón la hacía profundizar y abrir el surco. En los laterales del dental llevaba sendos orificios donde se introducían las orejeras: dos palos oblicuos de unos veinte centímetros que volteaban la tierra creando el mencionado surco. La punta de las rejas se desgastaban y era corriente ver a los labradores con ocho o diez rejas al hombro camino de los Pericaches o del herrero de Ventosa, para añadir otro trozo de acero, que al fuego de la fragua, y, a base de golpes de martillo y grandes mazos, el herrero y el labrador, hacían que la reja volviese a su estado original.
Como he dicho el primer tractor entró en Macotera en 1953. Lo compraron los Abuelitos. Uno de ellos fue el primer tractorista: mi pariente Gregorio, que a sus 93 años se enorgullece de ello, y le gusta recordarlo en la Residencia de Santa Ana, donde reside. Fueron a probarlo al sitio de la Juara. Allí se congregaron muchos labradores. Los jóvenes para admirar aquel prodigio, los mayores para criticar el invento: ¡A donde vamos a llegar! -decían-, ¿Quién puede creer que un coche pueda labrar la tierra? ¡De pronto nos vamos hacer todos señoritos
subidos a un vehículo para cultivar las fincas! Poco después entraron el segundo y el tercer tractor, los compraron los Adrianes y los Monsas.
El Sr. Mateo el Pepino, vecino de la plazuela San Gregorio, también fue pionero. Fue el cuarto tractor que
entró en Macotera. Lo recuerdo perfectamente. Era un tractor de color anaranjado, enorme para aquellos tiempos. Un “Ursus” polaco que metía un ruido comparable al de una locomotora de tren de carbón de aquella época. Cuando paraba en la plazuela la onda expansiva de sus dos únicos cilindros, a la contracción de los grandes pistones del motor, hacía que los vasos y copas de cristal de la alacena de mi casa se moviesen como si hubiese
un terremoto.
Después de muchos siglos el trabajo en el campo empezó a cambiar. El arado romano fue sustituido por el tractor. Esta máquina también ha cambiado mucho desde sus inicios. La cabina de mandos es casi como la de un avión. Ahora llevan calefacción, aire acondicionado, GPS y manos libres. Esto quiere decir que el tractorista solo tiene que actuar en el momento de dar la vuelta, cuando llega a la linde. Después puede escuchar la radio y mirar al cielo ¡Qué lujo! No hace tanto tiempo que con el arado romano los labradores iban al campo con pantalones de pana
remendados y chaquetas descoloridas por el sol. Ahora van sentados en “un coche que ara”, llevan bambas último modelo y móvil de alta gama. Hay algunos que echan la jornada en el pueblo, y van a dormir a su piso en Salamanca. ¿Qué dirían aquellos mayores de 1953 si levantasen la cabeza? ¡Vivir para ver!
Gene Losada Comenencias