Sobre Macotera: El menú del labrador y del jornalero

- en Campo
Sopas de ajo

A las tres de la mañana, se levantaban con el carro y con los bueyes. Antes de salir a acarrear, cogían la pastilla de chocolate y un cacho de pan y, de esta forma, engañaban el estómago. Durante la sementera, cambiaba el horario, solían marchar al campo a eso de las nueve de la mañana. En este caso, quitaban las telarañas del estómago con un trago de aguardiente. Desayunaban las sopas de ajo, unos torreznos de tocino, el huevo frito y el cacho de chorizo. Al lado, nunca faltaba el barril de vino fresco, que terminaban de subir de la bodega.

Muy antiguamente, antes de venir el pimiento, allá por el siglo XV, se tomaban las sopas canas, que se hacían con agua, ajo, un poco de sal, las rebanadas de hogaza y se echaba un chorro de leche; con la llegada del pimiento, la sopa cana pasó a denominarse sopa de ajo o de sal y pimiento. En este tiempo, en que las cosas funcionan mejor, se manipulan las sopas de ajo añadiéndole huevos y tropezones de jamón.

El jornalero lo tenía peor. Antes de ir a la plaza a buscar un empleo de escarda o de poda o excavación de un trozo de majuelo, solían pasarse por casa de los Ponderas a tomar el aguardiente. Les servían una copita pequeña, pareja con su necesidad, se llevaban un rescaño de pan duro, lo rociaban con el aguardiente y lo masticaban con parsimonia para exprimir en el paladar la última gota del hirviente licor. Muchos se iban a trabajar con este alimento en el estómago; los que no tenían esa costumbre, se comían las sopas de ajo lirondas, cogían el burro y el hachuelo o el legón, y a trabajar.

Normalmente, se comía el cocido: la sopa, los garbanzos, el tocino rancio, el trozo de hueso de jamón, el relleno, el chorizo bofeño y el cacho de carne, (la morcilla se comía aparte) no faltaban en la mesa del labrador. Es justo reseñar que el mozo de labranza y el temporero comían a la mesa del amo y compartían como buenos compañeros. Se acompañaba el cocido con un plato de aceitunas barranqueñas, que excitaban el paladar y hacían más digeribles los ingredientes del cocido.

Lo que yo no dudo es de que el cocido del pobre fuera igual de suculento. En esta mesa pequeña y rodeada de tajos, el cocido se conformaba con la sopa, los garbanzos y el cacho de tocino, que había que repartir en capas casi trasparentes para que llegara a todos. Al padre se le daba el cacho más grande, pues era quien más lo necesitaba, no por otro privilegio. En la mesa del pobre, eso del privilegio no cabe.

El labrador, en verano, solía merendar el gazpacho, el chorizo, el lomo frito, conservado en latas con manteca, o un cacho de jamón. La fruta apenas existía, acaso unas rajas de melón o sandía. Andaban mejor en tiempo de las uvas.

El segador, si podía matar, también guardaba las cosas del cerdo para el verano, que los trabajos eran más duros. Si no se podía matar, se compraba una paleta de tocino y se compraba un poco de chorizo. La cebolla y las aceitunas negras eran grandes acompañantes de la mesa.

En la cena, las sopas de ajo eran el menú más común; aunque, a veces, se combinaba con las patatas, los fréjoles y las alubias. Había una diferencia entre las sopas del rico y del pobre; en la casa del pobre, las sopas de ajo se hacían con rebanadas de pan negro. El segundo plato del pobre era un cacho de porreta con pan, un trocito de escabeche, un tercio de sardina o medio huevo, si llegaba, o dos perras gordas de zuche (zuche se llamaba a las rebañaduras de los cubetos y de las latas de escabeche). En la mesa del labrador, la cosa cambiaba bastante: a las sopas o a las patatas o a las alubias les acompañaban la sardina entera, el huevo, la cecina y el trozo de chorizo.

Los niños estábamos a lo que caía, pero nos conformábamos. Nuestras preferencias culinarias las centrábamos en la merienda: el pan pringado con aceite y rociado con azúcar; la patata asada, que se asaba en el rescoldo de la lumbre o se llevaba al horno, se abría y se le echaba unos granos de sal; o una pastilla de chocolate de las Candelas con un rescaño de pan; o una porreta de cebolla o una zanahoria y, ya más raro, una naranja de piel fina, que mondábamos con aquellas uñas largas y rellenas, de las que aprovechábamos hasta la cáscara.

Fuera de lo ordinario, en determinadas épocas del año, se comía el plato extraordinario: el famoso potaje y el bacalao durante la cuaresma; el tostón, en san Roque y las puchas en Carnavales.

Autor

Maestro. Escritor e investigador. Realizó estudios de Historia del Arte en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Salamanca. Ha publicado varios libros sobre Macotera y comarca.