Exposición «Luz sobre pigmento» de Aida Rubio

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He tenido el privilegio de haber seguido la trayectoria artística de Aída Rubio y su historia pictórica, corta pero intensa. Desde que era alumna de la Facultad de Bellas Artes ya se podía percibir en ella un certero instinto plástico y un serio oficio pictórico. Ambos, como demuestran los jalones de sus exposiciones, se han ido acrecentando hasta poder hablarse ya, pese a la juventud de Aída, de madurez artística, como ya ha dicho algún crítico.

El instinto plástico de la artista le hace percibir lo más interesante en cada momento de su camino. Sobre las huellas y las influencias que van creando el trayecto artístico universal, Aída va creando su propio camino que es lo mismo que decir su propio estilo, su identidad artística, heredera más que deudora de los pintores anteriores, desobediente sin rebeldías. Y esto se debe a que su instinto plástico le hace advertir lo sustancial o sustantivo que hay en los antecedentes pictóricos, lo de verdad sin barnices que todo pintor debe aprovechar de los de antes, lo que cada pintor va aportando al Arte con mayúsculas. Así ha conseguido esta pintora, con su buen discernimiento y en su aún breve trayectoria, estar por encima de modas artísticas, estando, al mismo tiempo al día, en su día.

Algo similar ocurre con su oficio pictórico. Acertado desde el principio no solo por el instinto sino por la labor, por el trabajo constante de la pintora. Hoy día, cuando tantos pretendidos artistas abominan del oficio pictórico porque creen –o fingen creerse- que coartan la creatividad, Aída se ha dado cuenta de que es la llave maestra de la pintura, la garantía del arte sincero. El trabajo continuo es la puerta que abre el ámbito de la auténtica libertad artística porque sólo puede acercarse a la belleza de verdad aquel que domina todos los recursos pictóricos

Si nos centramos ahora en la temática de los cuadros de Aída, hay que partir de que cualquier realidad puede ser una realidad pictórica sin que realmente haya realidades más pictóricas de antemano que otras. Esto es así porque todo tema transferido al cuadro ha supuesto una selección modelizadora a través de la cual cualquier fragmento de la realidad se convierte en un elemento transfigurado de la multiforme e infinita realidad. Por tanto, en el hecho de elegir este tema u otro hay bastante libertad original por parte del artista y también algo de inclusión en la mejor tradición. Todo pintor, libre al elegir el fragmento de realidad que quiere plasmar, no lo es del todo porque ya hubo alguien que pintó esto. Pero el pintor acertado, tal Aída, transforma lo ya pintado mediante lo que Picasso llamaba la obligatoria destrucción que cada pintor realiza en su cuadro.

Y ahora ya podemos afirmar ya que su selección de temas tiene mucho de selección prepictórica. Queremos decir que la pintora elige los temas por sus posibilidades plásticas más que por razones psico-sociológicas.  Elige los temas que en cada momento le parecen más aptos para transmitir un mensaje estético, el que le pide cada momento de su trayectoria. Algún experto en arte ha dicho que la realidad se transfiere en arte en tres grados, según la lejanía que se establezca entre la realidad previa y su fijación en la obra de arte. Se puede hablar así, de menos a mayor lejanía y abstracción de realidad transcrita, de realidad transfigurada y de realidad trasmutada. Pues bien, Aída en su pintura ha seguido un camino inverso. Sus primeros cuadros, donde la abstracción reinaba casi sin asideros figurativos, no tenía realmente unidad temática o temas preferentes, tal vez porque el tema estaba casi del todo oculto en estos primeros cuadros.

Más tarde le tentó una temática urbana en la que la ciudad estaba representada más bien como recipiente de soledades y ensimismamientos. Pero esta pintura no era una pintura psicológica ni sociológica, creemos. Por encima de los personajes que aparecían en estos cuadros, con su soledad a cuestas, la ciudad con sus fachadas, tan poderosas en estos cuadros, o con sus cruces de calles, se prestaba a la indagación pictórica que le interesaba en ese momento, que creemos que consistía en llenar de colorido, vibración y espíritu los planos que estos elementos urbanos proporcionaban al cuadro. Entonces estaba investigando cómo llenar de fuerza, energía, sutileza y alma superficies lisas, cómo dinamizar lo estático. Esta era la estética predominante en los cuadros que expuso en Londres y por eso eligió estos temas.

Ahora estamos en otro momento porque Aída sabe que la trayectoria artística verdadera no conoce los descansos sino el progreso continuo. Artista que no avanza retrocede, y ella, que ya sabe llenar perfectamente de auténtica pintura los espacios quietos, se plantea ahora hacer lo mismo con el movimiento. Por eso, ahora, el tema donde el movimiento es lo esencial, lo sustancial: el deporte. Porque lo que le interesa del deporte es el movimiento en sí, en sus cuadros hay casi siempre (salvo los del billar donde, como mucho hay dos personajes, pero uno solo actuando) un solo personaje. No le interesa a la artista la coreografía que puede ser el movimiento de varios deportistas. Le interesa el deportista solo en el momento en que todo su ser se reduce a movimiento puro. Y que es el movimiento lo que le importa nos lo dice la propia génesis de esta exposición. Los primeros cuadros que pintó para ella fueron los del billar, uno de los deportes más quietos. El billar además, por  el aura que tiene a veces de actividad ensimismada y celebrada casi en antros, en los que el jugador a veces conjura su soledad con el movimiento de las bolas, por su aspecto a veces bohemio y lumpen, clausuraba de alguna forma los cuadros urbanos a los que nos hemos referido y abría los dedicados al movimiento, porque en casi todos ellos se refleja el momento en que el movimiento se está convirtiendo en ecuación mental dinámica  o en el instante en que el movimiento, refrenado y exacto, pasa de la cabeza del jugador a la bola. Ya lo dice el título de uno de los cuadros: “De cómo el cuerpo se transforma en objeto”. A estos cuadros podría llamárselos cuadros de temática psico-deportiva, o quizá también de temática psicomotriz porque reflejan el momento en que el movimiento aún no ha pasado del cerebro al músculo.

El deporte no ha sido un tema muy recurrente en la Historia del Arte. Los griegos sí lo trataron pero como una forma de divinización de los héroes del estadio mediante la divinización de la belleza de sus cuerpos. Es el deporte como parte de los ritos de celebración de la belleza. Más tarde, ya en el siglo XX, algunos movimientos artísticos también han recurrido a la temática del deporte, pero en unos casos (puede ser el Impresionismo) se pinta el deporte como impresión visual rauda, como ocurre con las carreras de caballos.

Aída, en cambio, realiza un enfoque nuevo: el de la dinámica del esfuerzo, el de los cuadros que son un alarde de movimiento esforzado. En ellos conjuga no sólo la mecánica (la conjunción de los músculos) sino también la dinámica (un cuerpo que obedece a lo que el espíritu del atleta le ordena). Para destacar estos dos aspectos: el físico y el anímico del deporte, es por lo que Aída pinta siempre un solo deportista y se fija no sólo en el movimiento de su cuerpo sino en la concentración mental que tal esfuerzo supone. Por ello, en estos cuadros son tratados con la misma importancia los músculos en explosión y la cara de enorme concentración del deportista. Esto es patente en el cuadro sin título en el que un nadador queda limitado realmente a un potente brazo que empuja el agua y a una boca anhelante en busca de aire. O en titulado “En la pintura” en el que un jugador de baloncesto se eleva para encestar. Aquí la boca abierta es la de la atención absoluta mientras el cuerpo llega al punto cero de la elevación, que debe de coincidir con el lanzamiento del balón. En el movimiento de ascensión ya refrenado, la pierna derecha del jugador está configurada como una ballesta que ya no impulsa. Del mismo modo en “Así habló Zaratustra” el jugador de rugby corre, convertido todo él en un ariete dispuesto a rechazar cualquier obstáculo. En su concentración, los ojos miran para adentro. Nada debe de distraer un impulso que debe catapultarlo hacia la meta por encima de posibles obstáculos que él no necesita ver porque es puro empuje.

Sinceramente creemos que pocas representaciones plásticas del deporte serán capaces de transmitir esa mezcla de fuerza y concentración como los cuadros expuestos. A partir de ella, la pintura del deporte deberá tener en cuenta los parámetros plásticos que la pintora ha logrado.

Naturalmente, esta fuerza plástica y esta verdad deportiva no se logran sin un oficio absolutamente eficaz que, como hemos dicho, resulta, por dominado, sorprendente en una pintora tan joven. Hemos podido asistir a la gestación de estos cuadros y vemos lo laborioso y atinado del oficio de esta pintora. Su esfuerzo y su acierto. Como en estos cuadros, según lo dicho, es el movimiento lo que se quiere reflejar, se exige previamente el detallar acuradamente toda la fisiología del movimiento. Ello lo consigue Aída con unos bocetos, trazados con la difícil técnica de la plumilla, en los que ya se precisa magistralmente la posición y la tensión de los músculos (que son todos los del cuerpo) que van a crear el movimiento. Giacometti decía que sobre la base firme del dibujo se puede intentar cualquier aventura plástica. Ella lo ha puesto en práctica y lo ha logrado. Es impresionante como con dibujos tan sueltos y con una técnica como la plumilla, que tan pocos arrepentimientos admite, logra captar exactamente el esfuerzo y el movimiento. El movimiento y el esfuerzo están ya logrados en estos dibujos.

Llega luego un segundo paso: el de pasar esos bocetos a un tamaño considerablemente mayor, transferencia que no tiene nada de fácil porque los elementos dibujísticos que funcionan en un tamaño pueden no valer en otro.  Pero, además, esta transferencia es doble porque también se trata de pasar del blanco y negro de la plumilla al dibujo en colores del pincel. De nuevo es sorprendente cómo Aída logra este paso con una soltura de líneas y un manejo de los colores que hacen que cualquier mancha de color dibuje perfectamente un rasgo o un rictus. Obsérvense las manchas que dibujan los ojos entrecerrados del jugador de rugby o la mano izquierda, semiabierta, del futbolista. Aida ya dibuja perfectamente con las manchas.

En este momento el protagonista de cada cuadro ya está moviéndose y esforzándose ágil y concentradamente, de acuerdo con los bocetos. Se pasa ahora a otro momento del cuadro en el que la artista parece más libre pero que exige un nivel aún mayor de oficio. Se trata de desdibujar ese dibujo tan preciso que estableció primero. De esta forma el movimiento será más dinámico y fluyente, más movido y ágil. De nuevo aparece la maestría de la pintora que, a base de manchas y grafismos, deshace todo lo que el dibujo podía tener de rígido y excesivo. Obsérvese, si no, a qué queda reducido en tronco del jugador de basket, a pura torsión dinámica casi informe si no reflejara un momento exacto del movimiento o la cara de la nadadora, apenas entrevista tras el agua.

Por otra parte, sobre desdibujar ágilmente, las manchas y los grafismos logran un nuevo acierto: el de potenciar el movimiento al hacer que el aire se mueva conjuntamente con el cuerpo del atleta. Así se ve en el cuadro “Passing Shot”, en el que la raqueta al moverse hace que el aire se mueva también en la ráfaga que la raqueta ha descrito en el aire, al tiempo que también una mancha y unos grafismos señalan el movimiento que el brazo izquierdo de la tenista ha dibujado en el aire. Del mismo modo, el muslo izquierdo, el tronco y el brazo izquierdo del jugador de beisbol trazan una espiral que continúa en el aire hasta cerrarse por debajo de pierna izquierda. De este modo la intensidad de trazo del pincel grueso desdibuja el cuerpo, pero lo anima hasta el movimiento total y hace moverse el aire al mismo tiempo. Puras lecciones de física dinámica explicadas con técnica pictórica.

Toca luego pintar el escenario en el que el deportista de mueve. Y, de nuevo, la sabiduría de la pintora. Si volvemos a la triple división que un experto en arte estableció: la de la realidad transcrita, la realidad transfigurada y la realidad transmutada, observamos que Aida, que hasta ahora se había movido en estos cuadros más bien en torno a la realidad transfigurada, la de los cuerpos en movimiento, pasa ahora a una realidad transmutada en algo que podríamos llamar metapintura porque de metáforas se trata. Los escenarios de estos cuadros, los fondos en los que los deportistas se mueven, se desrealizan la abstracción más clara para convertirse en pura metáfora pictórica del entorno de los atletas. Pero conviene distinguir de nuevo entre los cuadros de billar y los de los otros deportes.

En los cuadros de billar, más estáticos y más psicológicos, como dijimos antes, los fondos todavía se perciben con más o menos claridad, desde el bastante figurativo del cuadro “Esa bola tiene corbata” hasta el inexistente del de “Pongamos que hablo de Tánger” reducido a la mera sugerencia de una lámpara.  Y de nuevo hay que marcar que cuanto menos figurativo es el entorno, el escenario, más metafórico es del deporte del taco. Esta misma metáfora es la que hace que la mesa, centro absoluto del billar, sea precisamente el elemento más desrealizado y más metaforizado en colores y lejanía figurativa, reducida a veces a la sugerencia de la trayectoria que el jugador deberá imprimir a la bola, de su movimiento. Esto se ve muy claramente en “The Melbourne machine”, donde la mesa es un puro bucle.

En los cuadros de los otros deportes, el escenario es clara metáfora, abstracción casi total salvo algún mínimo asidero: la corchera de la piscina, el balón y la canasta… Lo demás es color, mancha, vibración y movimiento, porque al ser metáfora del espíritu del deporte serán manchas en remolino, en vibración y movimiento porque el deportista las arrastra también, aunque tal vez, sean precisamente las manchas las que ayudan al deportista a lograr ese plus de esfuerzo y movimiento que se le exigen.

Y queda un aspecto que no creo que deba pasar desapercibido: el de la magistral selección de los colores, clara metáfora de nuevo del deporte y del espíritu del deportista. Vemos así que los cuadros de billar serán más o menos luminosos en función quizá del éxito de la jugada, o de su dificultad. Así la fría y azul perplejidad del jugador de “Pongamos que hablo de Tánger” se transforma en la colorida seguridad del “Snooker” que ya ve clara la jugada.

Igual ocurre en los cuadros de los otros deportes. La sobriedad casi monocromática que rodea al jugador de rugby es metáfora del duro deporte y de la obstinación del jugador. Del mismo modo, el amarillo del parqué y de la cancha del baloncesto se convierte en oro en torno a la canasta, meta ahora conseguida. En el cuadro de la natación el color casi plano del fondo se convierte en un paroxismo multicolor con predominio de los blancos que el agua removida logra.

Pero este valor metafórico de los colores de estos cuadros no hace menguar su valor meramente plástico porque están conjugados, en oposición o complementariedad, de acuerdo que las más estrictas leyes del uso pictórico del color, otra muestra más del avezadísimo oficio de esta joven pintora.

Y un último dato de esta exposición. La artista es muy joven, ya se ha dicho, hija realmente más del siglo XXI que del XX. Por eso quiere estar a los aires de su tiempo y ha emprendido ilusionada un nuevo camino plástico que, si se lo plantea con la misma madurez y tesón con los que se plantea su pintura, es seguro que tendrá éxito. Nos referimos a lo que la artista llama “luz sobre pigmento”. Consiste en pintar un cuadro con la técnica tradicional del pincel y los colores del tubo de pintura, de los colores pigmento. Como han sido pintados los cuadros de esta exposición. Luego, ya terminados de acuerdo con la plástica del lienzo y el pincel, son fotografiados y transferidos a un ordenador, donde son de nuevo manipulados, repintados, ahora con una paleta gráfica y con colores luz.  De esta forma resulta un cuadro doblemente elaborado en el que el dibujo gana en aquilatamiento y el color se enriquece con nuevas vibraciones, las propias de la luz coloreada. De esta forma, los cuadros de Aída van a pasar a ser, sobre herederos aventajados de una técnica pictórica secular, hijos del Siglo de la Luz que para la artista es el siglo XXI.

Elvira Díez Moreno, Profesora de la Facultad de bellas Artes.

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