Cuento de invierno: «La última vez»

- en Firmas
hipersomnia

Eran las 6:00h de la madrugada cuando sonó el despertador de mi IPhone, justo 5’ después de haber conseguido por fin conciliar el sueño. La luz de las farolas iluminaba quedamente la habitación en silencio.

Me había acostado pronto, pues necesitaba descansar para estar fresca y en forma en el día D, pero las horas de la noche habían caído implacables una tras otra sobre mi mente inquieta sin conseguir apaciguar mi ansiedad.

Sumida en la leve penumbra de la habitación que a esas horas me resultaba extraña y fría, me levanté de la cama de un salto sin hacer ruido, echando de menos al instante la tibieza de las sábanas blancas y la algodonosa levedad de la almohada.

Descalza y aún con los párpados pegados, me dirigí a tientas hasta el cuarto de baño, donde procuré asearme y vestirme sin que ni el más leve aleteo de un colibrí pudiera enturbiar el plácido sueño del durmiente.

Repasé mentalmente el orden del día. Revisé mi imagen en el espejo de cuerpo entero que presidía la estancia por si me faltaba o sobraba algo. Recé de corrido una plegaria y miré por última vez al bulto informe, enredado entre las sábanas que respiraba con profunda y absoluta tranquilidad, semiinconsciente, a pierna suelta, sin que ningún temor ni angustia pudiera perturbar ni colonizar su apacible y bien ganado sueño.

Dudé por un instante si acercarme a besar su frente y sus labios, con el riesgo evidente de que se despertara y no quisiera dejarme partir sin un último abrazo, o marcharme sin más, dejándole en ese deseado limbo de silencio y quietud que precede al amanecer.

Sin despedirme para dejarle disfrutar a solas de ese penúltimo sueño reparador, salí de la habitación de puntillas, como un ladrón temeroso de ser descubierto, sin hacer apenas ruido, y cuando la puerta se cerraba tras de mí, oí de su garganta un murmullo lejano y en sordina que me deseaba suerte. Luego nos vemos, pensé yo, y no contesté.

Pero el destino jugó sus cartas, nos pilló desprevenidos, a contrapié y nos preparó una gran sorpresa. Un tsunami de proporciones celestiales se abatió sobre nosotros anegando a su paso cuerpos, almas, vidas y haciendas. Destrozó ilusiones, quemó esperanzas, deshizo promesas y ahogó cuanto se movía a su paso. Nos volteó y nos puso del revés como un calcetín usado, dejando que aflorara una cruda realidad conmovedora y triste.

Y nosotros, cansados tras una guerra desde el principio perdida, firmamos un armisticio que nos dejó vacíos y sin fuerzas, derrotados ambos y con la mirada errática, vidriosa y hueca del perdedor.

No pudimos preverlo, no supimos afrontarlo y sucumbimos ante la fatalidad.

Aquella fue la última vez que le vi. No le besé ni le abracé ni me despedí como quería diciéndole cuánto le amaba. Por eso ahora me marchito sola escuchando a Mahler, cantando baladas y mojando mi almohada con el llanto amargo que derramo cada noche por quien ya no está.

Autor

Cirujana Ortopédica y traumatóloga. Runner popular.