El atasco de la impaciencia

- en Firmas

Mientras el campo reivindicaba en el centro de Salamanca precios justos para sus productos y dignificación de su trabajo (a lo mejor no lo dijeron así, pero creo que queda más chulo) entendiéndolo como básico para nuestra sociedad, un servidor se encontraba inmerso en un enorme atasco en el trayecto entre el polígono de El Montalvo y Canalejas. Curiosamente, en la radio sonaba El Blues del Autobús de Miguel Ríos. Una canción que evoca la agitada vida del músico, con eternas jornadas en un autobús. Así me sentí yo. La larga cola de vehículos no avanzaba y yo me sentía atrapado en mi coche, sin poder hacer nada. Bueno sí. Tenía dos opciones, tomármelo con calma o tomármelo con nerviosismo e irritarme. En cualquier caso, el tránsito no dependía de mí en ningún momento. Gracia me hizo que, cuando llegaba a final de mi destino, el coche de atrás me pitó con el claxon como si yo fuera el culpable de la enorme caravana. Ya le insinué que para la próxima vez se comprara un avión.

Y es que no, yo no era el causante de su retraso, ni yo ni los agricultores que pedían lo que les parecía justo y, creánme, además de parecerlo, lo es. Probablemente, mi generación sea ya la primera generación criada en una ciudad íntegramente. Nuestros padres se trasladaron a las distintas capitales en busca de trabajo, dejando detrás el campo y las jornadas de sol a sol. En los pueblos quedó un pequeño reducto de valientes que siguieron sacando adelante el trabajo que anteriormente hacían familias enteras. Es cierto que, a medida que han avanzado los años también lo han hecho los medios tecnológicos, pero el trabajo, al final, no se lo ha quitado nada. Su despertador, como decía mi abuelo, eran los primeros rayos de sol (o antes incluso) y su hora de acostarse era el telediario de la noche.

Yo me quedé siendo el primero que regresaba al pueblo en las vacaciones, estaba más consentido que otros por esa circunstancia, y, al terminar el verano regresaba a mis obligaciones capitalinas. Una situación que, con el tiempo, ha ido a menos. Empezamos a ir a visitar a los familiares, luego cuando se hacen las herencias a ver tus ‘propiedades’ y, ya en los últimos años, y por desgracia, a funerales. Precisamente son esos entierros cuando el recuerdo de los veranos en el pueblo regresan con mayor emoción a mi mente.

Aprendía más en una tarde en el pueblo que en un mes en el colegio. Además, cosas que luego utilizas casi todos los días de tu vida, no como las raíces cuadradas, y que perdonen mi ignorancia los que las utilizan para sus trabajos, si es que se utilizan para alguno. Pero en el pueblo aprendí cosas que puedo aplicar a mi vida diaria.

Por eso el campo me simpatiza. Por eso el olor a hierba fresca sigue en mi pituitaria, por eso el olor que desprende la paja tras la cosecha también me persigue. Ya nada digo de las excelencias de la comida en el pueblo, de las patatas recocidas a la lumbre, del potaje, del sabor del cacao en aquellos vasos de topos que todos teníamos en una alacena ‘multipuerta’. El olor a humo que se quedaba en la ropa y el olor que invadía toda la casa por el humo de lo que ahora llamamos chimenea, pero que siempre se llamó hogar. Extraigan cada uno sus propias conclusiones. El queso de casa, el embutido, el morcón, el chorizo de gorduras. Comer chocolate con pan tocaba una vez a la semana como premio. Sí sí. Esa época en la que los aseos estaban entre los arcos del establo. Que nadie se asuste, pero no hace tanto tiempo que teníamos que ir a buscar el agua para casa en unos cántaros, ni hace tanto que no había luz o no había agua en los hogares, o los colchones eran de lana.

Todo eso vino a mi mente mientras mi coche esperaba al ralentí poder avanzar entre el resto de coches.

En esto me llamó mi amiga María para que ‘sujetara’ a su hija, que estaba en un atasco en la glorieta de San José. Sí, sí, apenas doscientos metros más atrás, pero doscientos metros que ayer, bien a gusto, eran más de diez minutos. No pude por menos de reírme cuando me lo dijo, así que nos tocó avisar a los ‘enanos’ para que nos esperaran. Mientras, para matar el tedio decidí radiarle en mensajes de voz la odisea. Y no pudimos por menos de echarnos unas risas, pero sí, todo lo que le contaba era la realidad. Que entrábamos en una glorieta, que, a lo mejor me perdí esa clase o fue uno de los fallos que me permitía el examen del carnet, pero que sigo sin entender por qué se entra a una glorieta por dos carriles y en la glorieta hay tres o viceversa, en cuál te ubicas, porque yo observo que es como la ley del más fuerte. Si el que va por el segundo carril tiene preferencia para salir sobre otro. Bueno, dudas de esas que nos acaban surgiendo a todos la mayoría de los días cuando ponemos en juego la integridad de nuestros vehículos en cualquier glorieta. Observé en esa glorieta como uno se metía como un auténtico ‘becerro’ en línea recta, dándole igual dar que ser dado, cómo otro se frenaba para salir, cómo dos casi se ‘entoñan’ por querer salir por el mismo lado, cómo el autobús tira sin pensar en nadie sabiéndose vencedor en cualquier afrenta, …

En realidad, algo parecido a lo que nos pasa todos los días en el ‘autobús’ de Miguel Ríos, sólo que en vez de querer parar para hacer esa llamada, aquí queremos llegar antes al destino. Al final, cuando emboqué Canalejas, la canción ya había terminado hace rato, aunque yo seguía preparando mi próximo concierto, mi próxima carta, mi próxima canción. Empezaron a sonar otras canciones. Pero faltaba la cantinela del que se quejaba porque la gente del campo pedía lo que entendía era suyo, como si no tuvieran derecho a hacerlo, como si aquí, los derechos de unos valieran más que los de los otros. Seguí adelante. Apenas eran quince minutos más tarde de lo habitual, lo que no debe ser tampoco impedimento para que los responsables sigan trabajando por un tráfico tranquilo y fluido y porque los del campo, como los de cualquier colectivo, puedan ejercer su derecho a manifestarse sin que unos tengamos que mirar por el rabillo del ojo al otro.

Autor

Periodista y comunicador. Licenciado por la Universidad Pontificia de Salamanca.