La ruta que desde la ciudad de Salamanca conduce a la población de Ledesma, SA-300, ha sido la más transitada de mi infancia y primera juventud, pues durante los años que mi familia vivió en el Salto de Villarino, era el camino obligado para llegar al Colegio de las Madres Teresianas donde estudié Bachillerato Elemental y Superior en régimen de Internado.
De los 6 cursos que estuve interna, los últimos 3 nos obligaban las monjas a pasar el fin de semana en nuestra casa familiar o en otro alojamiento en la propia ciudad de Salamanca si tenías la vivienda familiar muy lejos, como les ocurría a las alumnas que procedían de poblaciones del norte de la provincia de Cáceres, de Ávila y de Zamora.
Mi padre se puso de acuerdo con un amigo y compañero de trabajo cuyas dos hijas también estudiaban en mi Colegio para compartir los trayectos de ida y vuelta semanales.
Los viernes por la tarde nos recogía el amigo de mi padre a la salida de clase y emprendíamos la marcha con los uniformes puestos, los calcetines caídos, los zapatos deslustrados, la coleta deshecha, revuelto el flequillo, cansadas como soldados tras un año de combates y escaramuzas, y cargando en nuestra espalda de niñas-adolescentes mochilas llenas de libros, cuadernos y carpetas y, de la mano, la bolsa de ropa usada.
En los meses de primavera el sol del atardecer nos incomodaba, pues viajábamos hacia el oeste y el ocaso sucedía justo enfrente. Agotadas de la semana escolar, cerrábamos los ojos y hablábamos entre nosotras con voz queda, aunque la mayoría de los viajes discurrían en un silencio respetuoso que agradecíamos nadie osara perturbar.
Los lunes nos levantábamos de madrugada y todavía soñolientas desayunábamos, nos despedíamos con un abrazo emocionado y un río de lágrimas por derramar de nuestra madre y recogíamos nuestros petates llenos de ropa limpia y suavemente olorosa, que ella había lavado y planchado con verdadero amor. Cargábamos con los libros y deberes hechos en tardes de estudio y recogimiento y montábamos en el coche de nuestro padre (yo por ser la mayor siempre de copiloto), para ser devueltas al Colegio.
El sol del amanecer nos acariciaba la cara cuando estábamos entrando en la ciudad de Salamanca. Durante el trayecto de 100 km cerrábamos los ojos confiadas al buen hacer de mi padre al volante y al llegar al Colegio apurábamos los últimos minutos en su presencia prácticamente sin abrir la boca, sólo sintiendo en nuestro corazón de hijas el desgarro emocional ante la separación que se avecinaba.
La SA 300 es una carretera que discurre paralela a la margen derecha del río Tormes, el cual es visible durante gran parte del viaje que conduce a Ledesma, mientras se dirige aguas abajo hacia su confluencia con el gran río Duero, en Ambasaguas, un paraje de belleza singular situado en la localidad de Villarino de los Aires.
El río Tormes nace alegre y cantarín en Tormellas, en la Sierra de Gredos, provincia de Ávila, procedente de los neveros de los picachos próximos al Almanzor, y discurre plácidamente manteniendo un caudal constante y bastante traicionero durante gran parte del año.
Sus riberas son fértiles, con zonas de regadío y bosques de álamos, sauces, chopos y fresnos que conviven con tierras de secano pobladas de encinas. Su caudal está regulado por varias presas. La más próxima a la ciudad de Salamanca es la presa de La Maya, donde el agua remansada da lugar al embalse de Santa Teresa.
Pero la más grande y espectacular es la presa de La Almendra, obra cumbre de la ingeniería civil, construida por la empresa hidroeléctrica Iberduero, hoy Iberdrola, en los años 60 del siglo XX. Situada aguas abajo de la localidad de Ledesma, en el término municipal de la Almendra, el embalse que origina es un auténtico mar en los años de mayor índice pluviométrico.
El río Tormes despierta en mí una ambivalencia de sentimientos, pues no puedo evitar asociar su belleza y riqueza excepcionales con el hecho luctuoso que sacudió a mi familia hace ya 42 años, cuando en el término municipal de Valverdón, en sus aguas tenebrosas, encontró la muerte mi hermana mayor un día 3 de enero.
Él ha sido protagonista de mis sonetos, telón de fondo de mis fotos y vídeos, y ha ocupado muchos de mis pensamientos cuando imaginaba la oscuridad de sus entrañas rodeando y acunando la soledad postrera de mi hermana.
La carretera SA 300 nace en el Barrio de Pizarrales de la ciudad de Salamanca y se dirige hacia el noroeste, atravesando sucesivamente las poblaciones de Villamayor, Valverdón/Zorita, Almenara de Tormes, Juzbado y Ledesma. El trazado es el mismo que he conocido siempre. Alguna curva se ha suavizado, algún cambio de rasante se ha aligerado, pero en esencia es la misma carretera de mi niñez.
Sólo que hoy cuando la voy recorriendo camino de Ledesma, me fijo en la belleza que destila su trazado, que casi podría repetir con los ojos cerrados: curvas a derecha e izquierda, cambios de rasante, rectas sin fin, que delimitan un camino de ida y vuelta tantas veces transitado, pero inocentemente ignorado.
Solo ahora, a raíz de haber superado la COVID-19, en estos meses de final de invierno y primavera de belleza singular, he sido capaz de apreciar conscientemente la bondad de la naturaleza que nos regala sus colores, sus olores, su cielo cambiante, su flora y su fauna para hacernos gozar con las cosas que realmente merecen la pena. Y a la vez que disfruto de la explosión de tanta magnificencia natural, agradezco la labor que la mano del hombre ha dejado impresa en las tierras del campo charro, nuestra tierra, donde conviven en armonía el ganado bravo, los encinares de la dehesa y los campos de cultivo para que todo forme parte de un espectáculo embriagador para mi sensibilidad de esteta.
Soy consciente de que la infancia y la adolescencia son etapas de paso, de crecimiento personal, de barullo emocional y la perspectiva que se tiene en esos años es tan limitada que nos impide apreciar la belleza alrededor, porque vivimos centrados en nosotros mismos y consideramos lo que nos rodea como un decorado merecido, pero completamente ignorado, carente de relevancia.
He necesitado vivir medio siglo inmersa en mil avatares para recuperar la esencia de la natural, para apreciar con fundamento el regalo que supone pertenecer a una tierra inamovible, pero siempre cambiante, una tierra que te brinda el sentimiento de pertenencia, que te enraíza y te amarra para protegerte de todos y de ti mismo, como harían tus propios padres de las tempestades con que a menudo te sorprende y te sacude la vida.