MACOTERA: La recolección

- en Campo
Campo de Macotera

Durante la recolección, los labradores, los criados y temporeros solían levantarse a las tres de la mañana para ir a acarrear. Antiguamente, las mujeres, cuando los carros llevaban estacones, solían ir con el marido o con el padre a acarrear. Su marido o padre les alargaba los haces con el horcón y ellas los iban colocando sobre el carro. Llegaron las barcinas, y este trabajo fue casi exclusivo del hombre, pues el esfuerzo aumentó considerablemente.

El paso lento de los bueyes les forzaba a quitarse horas de sueño, pues, a eso de las nueve, había que llegar con la mies a la era. Cuando se aglomeraba mucha mies en la era, se colocaban los haces, unos sobre otros, bien ordenados, formando una hacina. Después de comer las sopas de ajo, el torrezno y el huevo, se extendía la parva y se tornaba. Se uncían los bueyes o las mulas y se les enganchaba al trillo. Se les ponía el bozal para evitarles la tentación de comer las espigas mientras pateaban la parva.

El trillique se calaba el sombrero de paja, tomaba la aijá o el látigo, colocaba la pala a su diestra y iba atento por si la res levantaba el rabo y había que poner la pala para que la boñiga no pringara la blanca parva, se sentaba en el tajo y a dar vueltas al redondel hasta que la mies quedaba medio quebrada.

Nueva torna, mientras la yunta sigue su ritmo. Las mujeres solían trillar por la tarde mientras los hombres merendaban, aunque no era raro ver jóvenes con el pañuelo bien amarrado a la cara y el sombrero, para no amorenarse, (pues, entonces, la blancura era señal de belleza), y echaban una mano al padre.

Y la canción las animaba a salir de la lenta rutina del crujir del trillo:

Qué salada va en el trillo,
salados son sus andares,
tiene tal fuerza en sus ojos,
que roban los rayos caniculares.

Qué salada va,
subida en el trillo,
cuántas vueltas da.
Entre más veces la miro
y escucho sus cantares,
más hechizos va pusien
doy, en dulce, van tornando
mis pesares

Qué salada va,
Subida en el trillo
Cuántas vueltas da.
Con la aijada entre sus manos,
mil flores en el sombrero,
hay que verla por los llanos
cuando vuelve del rodeo

Qué salada va,
Subida en el trillo,
Cuántas vueltas da.

La parva, una vez, triturada la paja y desgranada la semilla, se recogía con la cañiza de madera y rastras grandes de metro, tirada por la yunta. Se formaba con la masa un gran montón y se esperaba a que hiciese viento para limpiarlo con los bielos. (El diccionario lo llama bieldo, de beldar, aventar).

La faena de la limpia era un ritual; a medida que la paja se apartaba del grano, había que peinarlo con las puntas del escobón de brezo para separar las grancias y el cozuelo. La operación se hacía con mimo, como para no herir el preciado cereal. La paja más ligera se la llevaba el viento y la depositaba, mansamente, en el vallao del camino; y, allí, acudían las abuelillas, con la escabezuela y el cacho de saco recosido, a barrer los burrajos para engañar a su escuálida lumbre; pero los niños, cuando más disfrutábamos, era en el momento en que se limpiaban las
algarrobas (para nosotros, garrobas). Los gorreatos o gurriatos hacían acto de presencia y se arremolinaban entre el polvillo en busca de los gorgojos. Los muchachos preparábamos un látigo y, a la punta de l  cuerda, atábamos unos alambres y practicábamos la caza “de ojeo”, pero los pájaros solían driblarnos con sus cabriolas y nos dejaban con tres palmos de narices.

Antes de envasar el trigo en costales, se pasaba por la criba. Había varias clases de cribas: existía la triguera, la garbancera y el arnero. Se utilizaba la media fanega y el rasero. El costal o el saco hacía cuatro medias, dos fanegas. Antes de llevarlo a la panera, antiguamente, había que esperar la visita del diezmero, el que cobraba el diezmo; después de la guerra, al de la fiscalía, que apuntaba, en un cuaderno, las fanegas de todos los productos con el nombre de cada agricultor.

Y, también, se acercaba por las eras el padre cuaresmero a cobrar la limosna que se le apuntó en el pasada Cuaresma. Sobre el asunto de la fiscalía, tengo una anécdota. El abuelo Fachenda, padre de mi cuñado Paco, tenía las eras vecinas a lo de Domínguez. Aquel año, ya había limpiado los garbanzos. Por miedo a la inspección, dejó unos pocos garbanzos a la vista y el resto los escondió entre los haces. Tenía costumbre Jesús el Huevero, sacerdote, ir por la era, pues el abuelo Fachenda sentía por el niño un cariño especial. Cuando llegó el inspector, le mostró los garbanzos: «Aquí están los garbanzos que he cogido». Mientras el inspector tomaba nota, gritaba
Jesús: “Señor Francisco, le enseñe los que tiene ahí escondidos”. Y lo repetía, constantemente, mientras el amo de la era intentaba entorpecer o tapar la voz del muchacho hablándole de las delicias del burro.

El menú del labrador y del jornalero

A las tres de la mañana, se levantaban con el carro y con los bueyes. Antes de salir a acarrear, cogían la pastilla de chocolate y un cacho de pan y, de esta forma, engañaban el estómago. Durante la sementera, cambiaba el horario, solían marchar al campo a eso de las nueve de la mañana. En este caso, quitaban las telarañas del estómago con
un trago de aguardiente. Desayunaban las sopas de ajo, unos torreznos de tocino, el huevo frito y el cacho de chorizo. Al lado, nunca faltaba el barril de vino fresco, que terminaban de subir de la bodega.

Muy antiguamente, antes de venir el pimiento, allá por el siglo XV, se tomaban las sopas canas, que se hacían con agua, ajo, un poco de sal, las rebanadas de hogaza y se echaba un chorro de leche; con la llegada del pimiento, la sopa cana pasó a denominarse sopa de ajo o de sal y pimiento. En este tiempo, en que las cosas funcionan mejor, se manipulan las sopas de ajo añadiéndole huevos y tropezones de jamón.

El jornalero lo tenía peor. Antes de ir a la plaza a buscar un empleo de escarda o de poda o excavación de un trozo de majuelo, solían pasarse por casa de los Ponderas a tomar el aguardiente. Les servían una copita pequeña, pareja con su necesidad, se llevaban un rescaño de pan duro, lo rociaban con el aguardiente y lo masticaban con parsimonia para exprimir en el paladar la última gota del hirviente licor. Muchos se iban a trabajar con este alimento en el estómago; los que no tenían esa costumbre, se comían las sopas de ajo lirondas, cogían el burro y el hachuelo o el legón, y a trabajar.

Normalmente, se comía el cocido: la sopa, los garbanzos, el tocino rancio, el trozo de hueso de jamón, el relleno, el chorizo bofeño y el cacho de carne, (la morcilla se comía aparte) no faltaban en la mesa del labrador. Es justo reseñar que el mozo de labranza y el temporero comían a la mesa del amo y compartían como buenos compañeros. Se acompañaba el cocido con un plato de aceitunas barranqueñas, que excitaban el paladar y hacían más digeribles los ingredientes del cocido. Lo que yo no dudo es que el cocido del pobre fuera igual de suculento. En esa mesa pequeña y rodeada de tajos, el cocido se conformaba con la sopa, los garbanzos y el cacho de tocino, que había que partir en capas, casi trasparentes, para que llegara a todos. Al padre se le daba el cacho más grande, pues era quien más lo necesitaba, no por otro privilegio. En la mesa del pobre, eso del privilegio no cabía.

El labrador, en verano, solía merendar el gazpacho, el chorizo, el lomo frito, conservado en latas con manteca, o un cacho de jamón. La fruta apenas existía, acaso unas rajas de melón o sandía. Andaban mejor en tiempo de las uvas. El segador, si podía matar, también guardaba las cosas del cerdo para el verano, que los trabajos eran más duros. Si no se podía matar, se compraba una paleta de tocino y se compraba un poco de chorizo. La cebolla y las aceitunas negras eran grandes acompañantes de la mesa. En la cena, las sopas de ajo eran el menú más común; aunque, a veces, se combinaba con las patatas, los fréjoles y las alubias.

Había una diferencia entre las sopas del rico y del pobre; en la casa del pobre, las sopas de ajo se hacían con rebanadas de pan negro. El segundo plato del pobre era un cacho de porreta con pan, un trocito de escabeche, un tercio de sardina o medio huevo, o dos perras gordas de zuche (zuche se llamaba a las rebañaduras de los cubetos de escabeche) En la mesa del labrador, la cosa cambiaba bastante: a las sopas o a las patatas o a las alubias les acompañaban la sardina entera, el huevo, la cecina y el trozo de chorizo. Los niños estábamos a lo que caía, pero nos conformábamos. Nuestras preferencias culinarias las centrábamos en la merienda: el pan pringado con aceite y rociado con azúcar; la patata, que se tostaba entre el rescoldo de la lumbre o se llevaba al horno; se abría y se le echaba unos granos de sal; o una pastilla de chocolate de las Candelas con un rescaño de pan; o una porreta de cebolla o una zanahoria y, ya más raro, una naranja de piel fina, que mondábamos con aquellas uñas largas y rellenas, de las que aprovechábamos hasta la cáscara.

Comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *