Todas sonreían orgullosas. Un calor inundaba sus cuerpecitos desde el corazón. Se sentían muy satisfechas por la labor que habían hecho con su tía, aunque fuera ella quien más trabajo había desempeñado.
El olor del chocolate les hizo volver en sí. Unas tripas comenzaron a sonar.
- ¡Ali! – gritaron todas.
- ¡¿Qué?! No puedo remediarlo, tengo hambre – contestó.
Todas bajaron las escaleras y siguieron ese olor tan delicioso hasta el despacho.
En medio de la mesa había una jarra humeante de chocolate. 8 hermosas tazas de cerámica adornadas con motivos navideños estaban colocadas delante de cada una de las sillas que habían ocupado al mediodía. Una bandeja llena de pastelitos navideños y galletas acompañaba a la jarra.
- ¡Eh! Pero, ¡qué injusticia es ésta! – exclamó Rosa alzando una taza – ¿Por qué mi taza tiene un Grinch?
Las carcajadas estallaron ante la cara de indignación que había puesto Rosa.
- Por favor, que al menos el Grinch tenga su gorrito navideño.
De pronto, las risas se callaron y en la taza de Rosa apareció un Grinch con un gorro de Papá Noel.
- Así mucho mejor. Gracias – dijo mientras ponía la taza para que Raquel se la llenase de chocolate.
Raquel se sentía feliz. Estos momentos le daban la vida. Compartir esos ratitos con ellas, con todas ellas, era la energía que necesitaba para afrontar todo lo que se venía.
Eran días frenéticos de cuentos, actuaciones, lecturas, envolver regalos…
Volvió a escuchar el tintineo dentro del bolsillo de su mandil. Miró el reloj y, con un simple gesto, indicó a las niñas que había que recoger todo porque era hora de marcharse.
Con el estómago lleno y felices por el trabajo realizado, cogieron sus abrigos y el resto de la ropa.
Había que descansar, pues mañana era el gran día.
Las luces se fueron amortiguando según salían por la puerta. Raquel escuchó unas pequeñas pisadas y risas. El tintineo se sentía en el fondo de su bolso. Miró hacia el techo, sonrió, y cerró la puerta con una doble vuelta de llave.
“Prácticamente perfecta” iba a hacer su magia un año más.
Una gran cola esperaba, a pesar del frío, a que las puertas de la librería se abrieran.
Dentro del establecimiento se colocaban los últimos detalles: un muérdago que se había caído, una “vela de mentira” que tintineaba demasiado, un espumillón que jugaba a tirarse desde la barandilla…
Un taconazo en el piso y se hizo el silencio.
Raquel miraba su librería desde el piso de arriba, asomada a la barandilla y con los brazos en jarras. Descubrió que una estrella se estaba cayendo del techo. Junto los labios y sopló. Una ligera brisa ayudó a la estrella a volver a su sitio.
- ¡Porras! – exclamó y un estornudo empezó a formarse, saliendo con gran estruendo sin tiempo a que pusiera la mano.
Pequeñas lucecitas doradas salieron volando posándose en el suelo, en las estanterías, en los libros, en el mostrador, en el sillón, … En cualquier lugar al que miraras, descubrías pequeños destellos dorados.
Se escuchaban pasitos en el piso de abajo y el ruido del papel del regalo.
Raquel suspiró y bajó las escaleras escuchando el tintineo cerca de ella. Rosa salió del despacho poniéndose el gorro de Papa Noel de todos los años y atándose el delantal.
Besó a su madre y se dispuso a retirar algunas cajas que habían quedado tiradas por ahí la tarde anterior.
- Ven aquí, anda – le dijo a Rosa – Tienes la nariz negra – Mientras lo decía, sacó un pañuelo del delantal y limpió con esmero la nariz de su hija.
Raquel se colocó detrás del mostrador y empezó a colocar el celo, los bolígrafos, a comprobar que había papel en el datafono. Movió su nariz y escuchó el característico sonido de la campanilla que había encima de la puerta de entrada.
La gente comenzó a entrar, dio los buenos días y se desperdigó entre las estanterías.
Alguna persona se acercaba a pedirle consejo sobre un libro de poesía de alguna autora o preguntaba sobre los mejores bolígrafos para escribir cartas.
Las niñas y los niños se sentaban en el suelo a hojear los libros que descansaban en una cesta o se acercaban a las últimas novedades.
Entre tanto trasiego de gente, Raquel y Rosa no dejaban de envolver libros, cuadernos, plumas de escritura, sellos, … Siempre se despedían con una sonrisa y un “hasta pronto”.
De pronto, algo blanco empezó a caer del techo. Una mota blanca se depositó en la nariz de Raquel, quien siguió haciendo su trabajo como si tal cosa.
Las personas adultas, asombradas, dejaban lo que estaban hojeando y miraban al techo de la librería con cara de asombro. Las niñas y los niños sonreían, dejaban lo que estaban haciendo o leyendo y se iban a sentar en el suelo, cerca del sillón que estaba al lado de la chimenea que ardía sin descanso.
- Sí, lo sé, es la hora – dijo Raquel girando ligeramente la cabeza hacia la izquierda, pero sin dejar de envolver el último libro de Raquel Díaz Reguera.
Un movimiento de nariz después, la música se volvió casi un susurro. Se quitó el delantal, que plegó y colocó bajo el mostrador, se estiró la falda que llevaba y se apartó un mechón de pelo juguetón que había abandonado su posición detrás de la oreja.
Fue caminando hacia el sillón orejero y se sentó. Se giró hacia la mesita donde descansaba un libro para cogerlo.
- Uys, muchas gracias – dijo, pues una taza humeante reposaba al lado del libro – Ummm, ¡qué delicia! – susurró cerrando los ojos al pegar un pequeño sorbo.
Se acomodó en el sillón, miró al techo desde donde seguían cayendo pequeños copos de nieve que desaparecían antes de tocar el suelo. Carraspeó.
Todas las personas que llenaban la librería se acercaron al lugar donde reinaba el sillón. Rosa se apoyó en el mostrador y miró a su madre.
Raquel abrió el libro y empezó a narrar lo que en él se contenía. Quiebros de voz, expresiones faciales que no dejaban indiferente a nadie, gestos con todo el cuerpo, susurros que hacían que prestaras más atención, distintas voces según el personaje… La mirada de las niñas y de los niños no se apartaba de Raquel.
Las personas que entraban en la tienda a por algún encargo o buscando algún ejemplar en concreto, olvidaban qué iban a hacer en cuanto escuchaban su voz. Era como si un hechizo mágico hiciera que todas las personas se detuvieran a escucharla.
Sin darse cuenta, Raquel movió la nariz y las estrellas que estaban en el cielo intensificaron su luz. Los copos dejaron de caer y un “¡ey, chicos!” se escuchó a lo lejos, cerca de la puerta, donde estaba el barco pirata.
Raquel sonrió y continuó con su historia. Se levantó del sillón para dar más énfasis a lo que estaba narrando y se agachó para cerrar, con delicadeza, la boca de un niño que estaba como paralizado.
- Y colorín, colorado… La magia de la Navidad, ha llegado – concluyó cerrando el libro.
El silencio se hizo. No se escuchaba ni el pequeño tintineo que perseguía a Raquel allá donde iba.
- Yo quiero otro – dijo una pequeña niña sin moverse del sitio.
- Lo bueno, si breve, dos veces bueno, cariño – contestó Raquel sin dejar de sonreír.
- ¡Eh, allí! ¿Lo habéis visto? – gritó un niño.
- ¿Qué? – preguntaron el resto, incluidas las personas adultas.
- He visto a un duende correr y esconderse en la estantería – contestó.
- Vamos a dejarle trabajar – dijo Raquel sin darle mayor importancia.
Las niñas y los niños soltaron una exclamación al descubrir, dentro de los bolsillos de sus abrigos una bolsita con galletas. Se acercaron a Raquel para darle un abrazo.
Las personas adultas estaban como extasiadas y se miraban unas a otras buscando una explicación.
Volvió la actividad a la tienda. Las manos no dejaban de envolver libros, cuadernos, material de papelería, …
Unas voces inconfundibles entraron por la puerta que se cerró a sus espaldas, dejando al frío al otro lado.
La gente empezó a marchar, saludando con una sonrisa a la librera y su hija.
La tienda pronto quedó vacía.
Ali, Nuri, Alba, Emma, Elsa y Laia habían hecho su entrada con bolsas térmicas donde guardaban la comida.
Emma, con un gesto casi imperceptible de su mano, hizo que la puerta se candara. Los estores se bajaron y, poco a poco, la tranquilidad reinó en la estancia.
- ¡Lo sabía! – exclamó Alba – Sabía que empezarías este año con este libro.
Alba se había acercado al sillón y tenía el libro que había narrado Raquel entre las manos. Se sentó en él y abrió el libro por el final. Ali se sentó al lado de la chimenea y sacó otro libro. Elsa y Laia se tumbaron en el suelo, a los pies del sillón, y comenzaron a pintar en los cuadernos que habían abierto y con las pinturas que sacaban de debajo del sillón. Nuri y Emma se sentaron juntas y echaron un vistazo a varios libros que estaban en el suelo, al lado de una estantería.
Al cabo de un rato, tras colocar los tickets de compra, revisar los pedidos anotados en el cuaderno y sacar más papel de regalo y bolsas, Raquel salió del despacho y gritó:
- ¡Chicas, a comer!
Todas dejaron lo que estaban haciendo y entraron en el despacho comentando lo que harían por la tarde y tratando de averiguar cuáles serían los libros que contaría su tía en los próximos días.
- ¡Me encanta la Navidad! – dijo Raquel con una sonrisa mientras movía la nariz y la tienda se oscurecía, salvo por las llamas que jugaban en la chimenea.
El tintineo seguía escuchándose en algún rincón de la tienda. Las pequeñas pisadas se sentían en el piso de arriba. Y alguna risa se dejaba escapar desde alguna estantería alejada.
Raquel sonrió y se sentó a la mesa con sus sobrinas y sus hijas.