El espíritu de la Navidad

- en Firmas
Lourdes Francés

El espíritu de mis Navidades de la infancia va asociado al viaje interminable en coche que emprendíamos mis padres, mis hermanos pequeños y yo desde los Saltos de Aldeadávila o Villarino, en la provincia de Salamanca, donde vivíamos entonces, hasta la casa de mis abuelos maternos en Torrelavega (Cantabria).

Cargados de maletas y tapados hasta las cejas con abrigos, guantes y verdugos de lana, montábamos soñolientos y ateridos de madrugada en nuestro impecable Gordini blanco. Nos arrebujábamos las tres hermanas en el asiento trasero, mientras que mi hermano pequeño viajaba durante muchos kilómetros sentado en el regazo de mi madre en el asiento del copiloto. Las curvas del camino y la conducción suave y firme de mi padre nos sofronizaban durante gran parte del trayecto, que se prolongaba durante horas por aquellas carreteras nacionales, tantas veces cubiertas de nieve o placas de hielo, semidesiertas, silenciosas y austeras guardianas de las llanuras mesetarias, a las que he aprendido a amar con el paso de los años.

Oriundos de Cantabria, mis padres pronto se acostumbraron a vivir en la provincia de Salamanca, quizá porque mutuamente se amaban y en cualquier sitio donde tuvieron que vivir por mor del trabajo de mi padre, ellos crearon su propio nido de amor.

Pero la lejanía física del resto de sus respectivas familias, los empujaba a embarcarse año tras año en aquella aventura tan apasionante y divertida, como incierta, ya que el viaje anual en Diciembre cruzando la Meseta Castellana nunca resultó un camino de rosas.

Algo muy íntimo afloraba en nuestro hogar durante las semanas de preparativos; todos rebosábamos Alegría y buenas vibraciones. Los niños nos comportábamos mejor y mis padres parecían adolescentes a los que les permitían salir por la noche.

Flotaba en el ambiente el deseo de estrecharnos con mi hermana Marta que estudiaba en Torrelavega y a la que sólo veíamos en vacaciones, para comprobar cómo ella iba floreciendo mientras nosotros cuatros seguíamos siendo unos pispajos; abrazar a los tres abuelos y constatar que iban envejeciendo muy lentamente año tras año; oír las risas entusiastas de mis tías solteras que siempre tenían algo bonito que decirnos; hervir de excitación ante la perspectiva de volver a ver a todos los primos; hacer planes locos de ir a visitar a unos y a otros para ponernos al día de lo que la vida nos iba ofreciendo a cada uno y, en definitiva, volver A CASA, retornar al núcleo familiar de mis padres, atraídos por ese espíritu que cultivaban mis abuelos, para que sus hijos y nietos no se encontraran solos en las Fiestas más entrañables y familiares del año.

Esa infancia que viví es indisoluble del recuerdo amoroso de mis familiares, que vivían tan lejos en la distancia y tan próximos en nuestros corazones, que con su magnetismo consiguieron, que a pesar de todos los inconvenientes y dificultades, mis padres quisieran Navidad tras Navidad viajar de regreso a su lado para cantar juntos al Espíritu que los mantenía unidos y que si tuviera que definirlo con dos palabras sería AMOR FAMILIAR.

A todos ellos, mis abuelos, mis tíos, mis primos, mis padres y mis hermanos, unos ya fallecidos y otros como yo misma aún bregando en esta vida, agradezco ese cemento de unión que crearon y fomentaron para que yo pueda al cabo de los años dar gracias por sentirme parte integrante de nuestro propio clan.

A raíz del accidente de tráfico que truncó la vida de mi hermana Marta, un día 3 de Enero, a la edad de 22 años, las Fiestas de Navidad y Año Nuevo tienen para mí un componente de pena que no consigo desterrar de mi corazón.
Ese contacto con la muerte a edad tan temprana y de una forma tan intempestiva, me sumió tanto a mí como al resto de la familia en una tristeza honda y larga, que el tiempo solo ha mitigado de una forma parcial.

Es cierto que de aquella dolorosa experiencia saqué enseñanzas provechosas, pero por más que intento racionalizar el dolor así creado para que no me afecte en exceso, no supero la amputación traumática de esa rama del árbol familiar que era mi hermana.

A simple vista yo sigo siendo la misma. Felicito las Fiestas a todo el mundo, no voy llorando por las calles, me río con mi familia y amigos, pero interiormente una nostalgia por lo que tuve y ahora me falta, se va adueñando de mi espíritu y a veces me sorprendo queriéndome sacudir esa sombra de encima a base de ejercicio físico o escribiendo o refugiándome en quienes quieran escucharme.

A quién no le falta alguien en la cena familiar por estas fechas? Sé que casi todos notamos la ausencia de alguien importante, de hecho, no creo que lo que yo siento sea muy distinto de lo que estáis sintiendo muchos de los que me estáis leyendo ahora.

Por eso y para no amargar a cuantos me rodean, año tras año me esfuerzo para mantener el tono vital alto, reír con los que ríen, festejar con los que festejan, participar en el derroche consumista e intentar hacer más llevadera la vida de los demás.

Mis padres y hermanos consiguieron con el paso del tiempo y su amor incondicional que retomáramos la celebración en familia de estas fiestas navideñas. Hasta que mi madre tuvo energía, ella se encargaba de apiñarnos en torno a su gran mesa. Año tras año brindábamos con placer por sentirnos unidos emocionalmente y esa proximidad nos esponjaba el corazón a todos.

Qué cantidad de años tuvimos la suerte de contar con el hogar acogedor de mis padres para celebrar la Navidad. Entonces yo era la hija de mis padres, la tía de mis sobrinas. Mi rol fundamental había cambiado de ser nieta en casa de mis abuelos a ser hija en casa de mis padres, pero lo que no había cambiado en mí era el sentimiento de amor y enraizamiento familiar.

Esos numerosos años en mi papel de hija celebrando la Navidad en casa de mis padres, han sido muy gratificantes. Yo representaba el nexo de unión entre mis padres y mi hijo y para ambos yo era alguien valioso.

Tener un hijo me ha enseñado a ser generosa y a no verme como el epicentro del universo. A través de sus ojos infantiles volví a ser niña, adolescente, joven y adulta. Y esa madurez que he ido adquiriendo con el paso de los años, en parte se debe a que he ejercido como madre.

Ser madre me ha hecho olvidarme de mi melancolía y me ha permitido ver con una cierta ingenuidad el milagro del Espíritu de la Navidad, que hace que hasta los seres más descreídos o profundamente agnósticos vibren inmersos en el AMOR FAMILIAR.

A mi alrededor constato con deleite que el Espíritu de la Navidad actual permanece vivo y pujante, porque va unido indefectiblemente a la necesidad que tenemos cada uno de nosotros de procurar la felicidad a las personas que tenemos más cerca, y eso implica olvidarnos de nosotros mismos para atender primero a cuantos nos rodean en los círculos de mayor intimidad: familia, amigos, compañeros, conocidos, vecinos…

No puedo olvidar los 10 meses últimos sometidos a la dictadura del coronavirus con su cortejo de miedo y privación de los derechos más elementales, que hasta ahora dábamos por supuestos, sin embargo, si algo nos ha aportado como positivo esta pandemia, es la certeza de que debemos cuidarnos unos a otros y confiar en el núcleo familiar como motor y soporte para no hundirnos en la desesperación y en la tristeza.

Ahora soy yo la madre que reúne en torno suyo a mi pequeña/gran familia. No podemos extender la celebración fuera del primer círculo de intimidad, pero ni falta que hace porque, aunque solo cenemos juntos cuatro personas en Nochebuena, el nexo familiar es incluso más potente de lo que ha sido nunca antes. Siento como un regalo el que mi hijo y su mujer hayan podido reunirse con mi marido y conmigo y mi corazón por ello rebosa agradecimiento.

Autor

Cirujana Ortopédica y traumatóloga. Runner popular.