Momentos inolvidables

- en Firmas
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Cuando hacía fiestas de pijamas en casa con mis sobrinas, siempre acabábamos leyendo cuentos o relatando historias.

En esta ocasión, en nuestro campamento improvisado en el salón, las pequeñas se interesaron por alguna historia de mi infancia, de la infancia de su padre y de su madre.

No me hizo mucha falta tirar de memoria, hacerme la interesante, como si tuviese que hacer un esfuerzo enorme para recordar algo interesante de mi niñez, de nuestra niñez, que contarles.

Todas se hicieron una piña a mi alrededor, dispuestas a no perder ni un detalle de lo que les contara. Hasta las más pequeñas pararon de saltar y de cantar para escuchar lo que su tía tenía que relatarles.

-Bien, chicas, ¿estáis dispuestas a escuchar una buena historia?

No hizo falta que dijeran nada. Sus caras lo expresaban con claridad. Sus ojos luchaban por no cerrarse porque querían escuchar con atención lo que yo les iba a narrar.

La magia llenó el salón de mi casa, tan insulso y silencioso habitualmente, pero tan lleno de energía, inocencia y encanto esa noche.

Acomodé el cojín que tenía en mi espalda e inicié el relato.

Cuando yo tenía vuestra edad, pasaba mucho tiempo en casa de mi abuela. La abuelita corazón, ¿os acordáis de ella? Mi abu me hacía comidas deliciosas e, incluso, a veces tenía la suerte de que me hiciera un flan para mí sola como postre tras la comida.

Lo más divertido y emocionante era cuando nos juntábamos todos los primos y las primas. Corríamos, saltábamos, nos íbamos a la cochera a molestar al abuelo en su trabajo artesano, nos subíamos al monte que había frente a la casa, le hacíamos picias a la tortuga que pasaba de nosotros.

Al abuelo no le dejábamos parar. E, incluso, jugábamos a tirarnos la pelota desde la terraza hasta el patio de las cocheras. Esto tenía como consecuencia la regañina de la abuela porque nos íbamos a caer, pues la distancia entre la terraza y el patio de las cocheras era considerable. Hasta partidos de voleibol hacíamos en esa terraza, siendo la cuerda de tender la ropa la separación entre los dos campos en sentido diagonal.

Mientras, nuestros padres, tíos, madres, tías jugaban a las cartas o entraban a meter cizaña en el partido.

Risas. Tabletas de chocolate Nestlé. Bollo Maimón. Soplamocos. Cosquillas. Peleas amistosas y muchos juegos.

Era muy difícil hacernos entrar en casa en pleno verano cuando, al caer la tarde, nos decían que teníamos que ir a cenar.

La abuela ya había apagado los fogones. La mesa estaba preparada en el salón y algún glotón ya había empezado a picotear impaciente porque los muchachos no entraban en casa y había que esperarlos con más enfado que paciencia.

No entendíamos de tiempo. Lo único que sabíamos es que nos lo estábamos pasando muy bien todos juntos. Algo que no se daba habitualmente.

Seguíamos en nuestro mundo de peleas amigables, de juegos, de confesiones y risas, sobre todo, de risas.

Hasta que llegaba la abuela y nos amenazaba con esa zapatilla imaginaria, pues nunca se la quitaba para darnos con ella, porque antes le podía el ataque de risa que le provocábamos con nuestras ocurrencias.

Pero un día, la zapatilla no apareció. Quienes se presentaron fueron unos seres que se escondían furtivamente tras unas grandes piedras y que nos vigilaban en silencio desde esa montaña abierta por la vía del tren. Seres que estaban atentas a lo que hacíamos y lo que decíamos.

Esa tarde, la abuela nos llamó. Lo hizo una sola vez y nos bastó.

-Venga, todo el mundo dentro, a cenar. Si no obedecéis, vendrán las catalanorras.

Nos giramos a mirar a nuestra abuela con una mezcla de extrañeza, curiosidad e intriga.

  • ¡¿Las qué?!
  • Las catalanorras. ¿No las veis allí?

Nos dimos la media vuelta para mirar al lugar que señalaba nuestra abuela. Y allí, desde el umbral de la puerta, apretados y sorprendidos, pudimos ver a esos seres que nuestra abuela había llamado “catalanorras”.

Nos quedamos atónicos porque, aunque no veíamos sus ojos, sabíamos, intuíamos que nos estaban vigilando muy atentas.

Una especie de capa negra les cubría desde la cabeza. No se distinguía su cuerpo, únicamente su presencia tiesa, estática, siniestra.

Nos miramos con una mezcla de sorpresa y susto en el cuerpo y, en silencio, entramos en casa.

Recomendación para estos días: no pierdas la inocencia, no olvides todo aquello que vivías y sentías en la niñez. Deja de ser Grinch.

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