Ayer saltaba a los telediarios la noticia de una residencia de ancianos invadida de hormigas.
Imagina que eres viejo —si todo va bien, un día lo serás—. Imagina que tu cuerpo ya no responde a tu voluntad como ahora. Imagina un ejército de hormigas paseando por la habitación de tu
residencia, subiéndose a tu cama. Esa cama que pagas todos los meses con tu pensión, la que se lleva todo tu dinero sin dejar nada para tus gastos, tus caprichos, aquellas cosas que te solía gustar
hacer y que ya no haces porque a lo mejor ya no te quedan ganas, pero sobre todo no te queda ya dinero porque el grueso de tu pensión la destinas a pagar esa cama que ahora es propiedad de las
hormigas, aunque las mensualidades las sigas abonando tú.
Ayer las pantallas de nuestros televisores se llenaron de planos más propios de una película de terror de los setenta que de un noticiario. Las hormigas recorrían el cuerpo, el pañal y hasta las llagas de ancianos que ante la invasión de las hormigas no podían hacer nada más que seguir postrados en esas camas espantosas.
No es la primera vez que nos sobrecoge el maltrato que sufren nuestros mayores en algunas residencias. Todos hemos escuchado noticias que hablan de ancianos institucionalizados que
reciben comidas escasas y además inadecuadas a sus dolencias.
Todos hemos escuchado noticias de residencias con personal tan insuficiente, que tienen que empezar a despertar a los abuelos a las seis de la madrugada para que todos los internos estén listos
a las nueve en punto. El modus operandi consiste en iniciar el aseo de los internos entrando con nocturnidad y alevosía en las habitaciones de los abuelos que sufren Alzheimer. Porque ellos no
pueden expresar sus quejas, ni contárselo a las familias, ni denunciar a la residencia. Interrumpen el sueño de los abuelos dementes con un baño intempestivo e incomprensible, cuando todavía no ha salido el sol.
A veces ni siquiera hay pañales para todos ni los ponen con la frecuencia y el cuidado necesario para evitar irritaciones y llagas.
En las residencias el personal a veces es tan escaso que saltan a las portadas de telediarios las historias de ancianos que viven atados a sus camas o a sus sillas, porque son más baratas las
sujeciones que el salario de personal que esté al cuidado de los movimientos de los internos.
Qué mal suena la palabra “interno”. Suena a presos en una cárcel. Pero es que los internos en residencias se parecen a los presos en que muchas veces las familias para visitarlos tienen que
ajustarse a un horario muy reducido. Las familias que ingresan a sus mayores en una residencia demasiado a menudo pierden la libertad de ir a ver a su anciano padre, a su anciana madre, a sus
abuelos, cuando se lo pide el corazón, sin avisar, cuando les da la gana, porque sí, ¡porque es mi madre!, porque hoy es hoy y me apetece darle de comer. No, no, no, señora/or, esto no funciona
así, venga usted en el horario de visitas…
Las hormigas asesinas han llegado para comerse a nuestros viejos. Ha salido ayer en las noticias. Y sin embargo hoy ha vuelto a salir el sol como si nada, y tú has vuelto a tus ocupaciones como si
nada, a tus proyectos, a tus sueños, mientras en demasiadas residencias el abandono se está comiendo a nuestros viejos.
La pandemia de Covid puso sobre la mesa la insuficiencia del Sistema en el cuidado de los mayores. Puso sobre la mesa la escasez de medios y de personal que sufren nuestros abuelos
institucionalizados. Murieron a centenares entonces y ahora se los comen las hormigas.
Nos dijeron que de la pandemia saldríamos mejores. Pero seguimos apartando la vista de las hormigas —de todas las clases— que están devorando a nuestros viejos.
Imagina que eres viejo. Si todo va “bien”, si todo sigue como ahora, si no hacemos nada para defender los derechos a una vida digna de nuestros mayores, si no asumimos que el cuidado de los
ancianos es un servicio público y no un negocio, un día serás tú ese viejo al que devoran las hormigas.