Garrido (y Bermejo) nuestro que estás en el Cielo… (II)

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Barrio Garrido 2

Dicen que segundas partes nunca son buenas, pero después de la aceptación de la primera parte y de las interacciones recibidas, haremos una excepción y trataremos de escribir la excepción que confirme la regla. Por eso vamos a montar en nuestro 600 y regresar a un tiempo en el que fuimos felices en un barrio, Garrido (y Bermejo), que se convirtió en nuestro patio de colegio particular y en nuestro teatro de los sueños. En Garrido conocimos a nuestros primeros amigos. En mi caso Camacho. Hace unos días falleció su padre y fueron muchos los recuerdos que vinieron a mi mente pues su casa fue lugar de reunión y de juegos en mis años tempranos. Aquellos bocadillos que nos preparaba su madre, aquella baraja de cartas redonda que lanzábamos al aire, su Mazinger Z, y luego ya el primer ordenador y jugar al Arkanoid. Ver Tocata en la tele escuchando algunas canciones que luego forman parte de mi banda sonora. Sólo puedo tener buenos y grandes recuerdos para él y su familia. Luego nuestros caminos se separaron, pero caminamos de forma paralela y, de vez en cuando, nos volvemos a encontrar. Vivían en Valdivia, que cruzaba con Marconi. Cuando yo era pequeño, Marconi era muy famosa porque tuvo un equipo de fútbol con sede en el bar que llevaba el nombre de la travesía. Muchos lo recordarán porque son muchos los jóvenes que sueñan con ser futbolistas. En mi caso lo intenté en el Sporting Garrido, pero no cuajó. A pesar de ello siempre fue mi equipo y allí jugaba el Maci, con el que coincidí la pasada Nochebuena. Sin embargo, la mayoría de amigos del colegio lo hacían en el Metabos.

Cuando hice las pruebas para el Sporting Garrido recuerdo entrenar en el campo de fútbol del Mateo Hernández sin saber que ese instituto sería luego testigo de mi despertar a la adolescencia. Allí compartí por primera vez clase con chicas. Muchos no lo conocieron, pero en aquella época es cuando empezaban los colegios públicos a ser mixtos. De hecho, en el instituto, todavía me costaba evitar ponerme colorado cuando hablaba con alguna fémina. La prueba final para ver si nos cogían en el equipo fue un partido en la ‘Fede’ que, años después me enteré que se llamaba ‘Los Cuernos’ y que ahora ha recibido, de forma merecida, el nombre de Ángel Huerta. No entraremos en detalles, pero, cuando ahora escucho a alguien quejarse de instalaciones deportivas no puedo por menos que esbozar una pequeña sonrisa. Los que vivieron esa época saben de qué hablo y los que no la vivieron pueden imaginarlo seguro.

El otro día, conversando con una persona de Cáritas me acordé de mis veranos en el campamento de Gil García, en Gredos. La Iglesia de Fátima, sin duda, forma parte de mi vida, pero, sobre todo de mi más tierna infancia. Allí viví la religión de pequeño de manos de mi madre. Pero a medida que fueron avanzando los años supe vivir la fe de forma individual y por mí mismo, rodeado de un montón de amigos muchos de los cuales conservo. Con otros no tengo contacto, pero no dejan de formar parte de algunos de mis mejores recuerdos. El grupo de tiempo libre y la catequesis. Para mí la Iglesia era como un laberinto. De hecho, creo que hay rincones que ni siquiera llego a conocer. Aunque hace años que salí del barrio, algunas veces voy a ver a mi ‘Virgencita’ y a la Paz que recibo le acompañan aquellos años de niño, en los que Don Miguel me regañaba unas veces de la misma forma que otra me adulaba.

Allí tomé mi Primera Comunión, en la que improvisamos un restaurante en el salón de casa de mis padres. Otros que tenían más posibles lo celebraban en bares del barrio, lejos de las celebraciones de hoy en día en pomposos salones. Eran otros tiempos, no sé si mejores o peores, pero fueron distintos y fueron los que nos tocó vivir. No estamos aquí para dar lecciones sino para recordar aquel barrio que nos marcó para siempre.

En Garrido, de hecho, teníamos nuestro propio centro comercial cuando éstos simplemente eran un proyecto. Estaba en la calle El Greco y a pesar de sus reducidas dimensiones podías comprar casi de todo hasta la irrupción del Merca 80, con su Supermercado Tragoz y una infinidad de tiendas en torno a él que congregaban no sólo al barrio, sino a media ciudad. Aquello sí fue, al menos al principio, una revolución para el barrio. Nos introdujo en la modernidad. Creo que, paralelamente, se había abierto un supermercado Aldi donde ahora está la sede de La Gaceta Regional. Bueno, por esa zona. Aquellos supermercados empezaron a cambiar la forma de hacer la compra, pero jamás olvidaremos las tiendas de ultramarinos. Vivieras donde vivieras siempre había una debajo de tu casa en la que podías comprar lo que necesitabas y que pagabas con un “apúntaselo a mi madre”, extensible a las carnicerías o pescaderías que abundaban en número.

Pero si había un local que para los más pequeños era de obligado paso antes o después de ir al colegio eran los quioscos. Justo mientras escribo esto eché la vista atrás buscando en el parque de Garrido y casi ni lo encontraba, pero vino a mi mente uno que hacía esquina entre las calles Ávila e Isaac Peral donde entrábamos de vez en cuando, aunque yo era mucho del que era propiedad del Señor Eloy (Isaac Peral) pues era padre de un amigo del colegio y luego del que llamábamos de Fátima por su cercanía a la Iglesia pero que estaba situado en Miguel de Unamuno, en la misma esquina de los cines Llorente, luego supermercado, luego comedor Universitario, ahora Balabushka y almacenes de Disan catering. Lo llevaban un matrimonio y sus hijas, muy amables todos, por cierto. También por esa época se abrió el del Jaramillo, anexo a la Plaza Barcelona y también en la misma ágora se inauguraron un par de ellos, uno en la parte alta y otro junto al ‘Medi’. Éste lo gestionó mi amigo Manolo y en él me inicié en el mercado laboral echándole una mano los festivos. Debajo estaba el ‘Calvo’, que era ‘menos kiosco’ pues en esa época centraba bastante su mercado en la venta de libros y en el despacho de lotería. En el descanso del colegio, donde éramos asiduos a las ‘medias barras’, a los ‘tanzanitos’, ‘phoskitos’ ‘triángulos y cuernos de chocolate’, íbamos también al quiosco del señor Carmelo, que estaba por el parque de Monleón. Seguro que habrá muchos más, como uno que hacía esquina a la vuelta del Bar Los Charritos, o el del pasaje de Los Cedros, pero lo cierto es que la memoria va fallando y no nos acordamos ya de todo. Ojalá este artículo sirva para refrescaros la mente y recuperar entre todos la fisonomía del barrio que nos vio crecer. Al menos recordar aquellos amigos de la infancia.

Fue antes de dar el salto del San Mateo al ‘Mateo’, en el que ya empezamos a ir a comer las bravas del Baviera (creo que así se llamaba) o los bocadillos de calamares del Aliso y donde matábamos las horas muertas en unos recreativos que abrieron en la mismísima rotonda, justo a la puerta de casa de mi abuela cuando la casa de la abuela era como la propia. De camino entre una y otra se encontraba una pastelería en la calle de El Bosque, Jibe, que se convirtió también en lugar de peregrinación de la familia cuando nos encaminábamos a celebraciones tales como cumpleaños, santos o fechas señaladas. Allí, la señora Carmen, con la que entablamos una relación que dura todavía y que ha trascendido a sus hijos, Mariano y Julio, estaba siempre pendiente de nuestros gustos. Allí ‘caían’ las tartas de moka que tanto le gustaban a mi tía Ali o los primeros helados de corte, pero mis pasteles favoritos siempre fueron las raquetas y el roscón, sin nata ni nada, que, en breve, volveremos a degustar.

Ya también en esos años ‘mozos’ llegaron las reuniones de amigos. Convertimos en clásica la cena en Las Sardinas, allí, todos juntitos, pero más felices que ‘el tato’. En ocasiones, se trasladaban al Valladolid. Llegaron el Jai Alai, el Nayjo, la bodega de Manolo, la de La Lastra (que ya no sé si pertenece a Garrido o a Labradores o a Salesas), las fiestas en El Pote, que podía estar en la calle Galileo, el bar El Ancla de mi amigo Miguel y donde se hizo parte de la sede de la Peña Ciclón en honor a Pauleta. De hecho, la primera visita del delantero portugués al bar también revolucionó a medio barrio. Y eso que eran futbolistas de los de antes, sin un coche pomposo y cargados de humildad, muestra de la grandeza que tuvo uno de mis verdaderos ídolos de la UDS con el que hace unos meses tuve la oportunidad de recordar aquella época. El Ancla estaba junto al bar de Gabi, tío de Rober, el de la Imprenta Montserrat.

No llegan de parar recuerdos y sé que me dejo muchos en el tintero. Algunos de forma voluntaria, otros espero que sean para un tercer artículo que podamos componer entre todos, autor y lectores y que nos sirva, al menos por un momento, a volver a ser niños, a deslizarnos por un sintasol en las ‘montañas’ que yo creo que, en realidad, eran una especie de vertederos o escombreras a juzgar por la cantidad de roedores que rondaban por allí y que formaban parte de la fauna del barrio.

Pero no quiero cerrar el artículo sin recordar esa Plaza Barcelona en la que desarrollé mi última época, con las partidas y reuniones en Los Ángeles, en el Luis o en el Pulpo, luego Zenit. El otro día pasé por allí y es una plaza ya totalmente distinta a la que inauguramos mediada la década de los ochenta. Tampoco mi último año en el barrio, el primero de casado, en la calle El Trébol, donde el otro día asistí a la transformación del patio privado donde vivía, convertido en una oda a la modernidad y del que os dejo testimonio gráfico. Olé por los propietarios.

Larga vida al Barrio Garrido (y Bermejo)

*Como os dije en el anterior artículo perdonadme si en algún detalle no me ciño a la realidad y no dudéis que el artículo es un regreso a mi niñez y está hecho con todo el cariño del mundo.

Autor

Periodista y comunicador. Licenciado por la Universidad Pontificia de Salamanca.