MACOTERA: Diferencias sociales en nuestra niñez

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Cuando salgo de casa, lo primero, que veo enfrente, es la casa de Los Molineros. Antes una lujosa mansión, ahora deshabitada y en proceso lento de ruina, con su jardín seco y lleno de maleza. Me vienen a la memoria recuerdos de mi niñez y las diferencias sociales de aquellos tiempos.

En carnavales solía ir con mis amigos de la plazuela San Gregorio a esa casa tan distinta a las nuestras. Manolo y Fernando, Pepinos eran sobrinos de la familia. Su madre, la señora María Ignacia, Monsas, y la señora. María Francisca eran hermanas. Nos poníamos un sombrero y un chaleco viejos y nos presentábamos a una de las casas más lujosas del pueblo.

Solo abrir la verja, pasar el jardín y subir las escaleras nos parecía entrar en otro mundo. La puerta no tenía  picaporte, como nuestras casas, y, tocar aquel botón, con el que se oía un ruido extraño en su interior, (un timbre) nos parecía magia. Salía la criada, vestida con su mandil blanco y su cofia en la cabeza. Al vernos con esas trazas, se quedaba boquiabierta:

¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? -decía-.

Venimos para que nos vea nuestra tía, decía Fernando, -que era el más pequeño-.

Entrábamos pasando un largo pasillo, que nos llevaba hasta la cocina. No era como las de nuestras casas: no había lumbre baja de garrobaza o burrajos con pucheros calentándose y humo alrededor, lo que veíamos era un mueble con dorados relucientes que, encima, tenía fuegos y una tapa también dorada que, al abrirla, salía vapor de agua caliente. La señora María Francisca -después de vernos-, nos daba unos caramelos y una perra gorda a cada uno y salíamos tan contentos. De vuelta, ya en el pasillo, pasábamos delante de sus dos hijas, – que nos sonreían-, siempre de blanco inmaculado como sacadas de un cuadro de Sorolla. La doncella, revestida con su mandil blanco y su cofia en la cabeza, nos acompañaba hasta la puerta. Bajábamos aquella escalera y atravesamos el hermoso jardín. Ya fuera, seguíamos el Camino Peñaranda abajo y, cogiendo la calle de Las Aceras, volvíamos a nuestra vida real y a nuestros juegos en la plazuela San Gregorio.

En Navidad, el día de Reyes por la mañana, después de una noche larguísima de espera, salíamos a la plazuela con lo
que nos habían traído los Magos. A los cinco años, a casi todos nos echaban lo mismo: un trozo de turrón, unas castañas pilongas, unas peladillas dulces y unas perras gordas. Nos sentíamos felices con lo que nos habían puesto en los zapatos, aunque, a un vecino, le echasen un camión y a una vecina, una muñeca. A los seis años, llegaba otra vez el día de Reyes y volvíamos a salir a la plazuela con un trozo de turrón, unas castañas pilongas, unas peladillas dulces y unas perras gordas. El mismo niño salía con su camión nuevo y la niña, con su nuevo modelo de muñeca.

¡Qué raro!, – pensábamos-: los mismos niños con sus juguetes y nosotros con las mismas golosinas. A los siete años, volvía el día de Reyes y volvíamos a salir a la plazuela con un trozo de turrón, unas castañas pilongas, unas peladillas dulces y unas perras gordas. El mismo niño salía con su nuevo juguete y la niña, con su último modelo de la Mariquita Pérez. Aquello no nos cuadraba. No podía ser que siendo Magos se olvidasen que, cada año, a los mismos les echasen juguetes y a los demás, un trozo de turrón, unas castañas pilongas, unas peladillas dulces y unas perras gordas. Así que con siete años empezábamos a dudar de los Reyes Magos.

En Navidad, mi madre compraba el turrón a la turronera de La Alberca, que, cada año, pasaba por casa con su traje regional y con una cesta llena de turrones. Señora Teresa, ¿Cuánto quiere? -Mi madre decía: deme tres libras del duro y tres del blando. La turronera cogía la destrala y un martillo, y, a golpes, cortaba una buena porción.

Mi padre, el día de Nochebuena, cogía las tenazas de la lumbre y con un cuchillo grande de matar los marranos, a golpes, iba haciendo trozos pequeños, todos desiguales. Pasaba que los niños éramos muy observadores, y, aunque no supiéramos geometría, veíamos que un trozo de forma más o menos hexagonal, que había sobrado en la comida de Año Nuevo, era parecido al que nos habían metido en nuestros zapatos la noche de Reyes. Lo que hacía que aumentaran nuestras dudas.

Antes los Reyes estaban muy despistados. Ahora llevan GPS y no olvidan ninguna casa y a todos los niños les echan de todo: videojuegos, tablets, consolas… y hasta libros de Harry Potter. ¡Qué suerte!

“Si llevas tu infancia contigo, nunca envejecerás” (Tom Stoppard).

Gene Losada Comenencias

Boletín informativo: Asociación Cultural «Amigos de Macotera», nº 200.

Autor

Equipo de redacción de NOTICIAS Salamanca. Tu diario online. Actualizado las 24 horas del día. Las últimas noticias y novedades de Salamanca y provincia.