Escuchar el portazo de casa una última vez, postre al beso de mamá, que es serenidad y es paz. La media despedida ante un compromiso más, y un “te llamo al llegar”. Todo empieza igual pero el destino tiene la última palabra.
Cuando septiembre asoma la cabeza, un recién estrenado matador de toros defiende su sitio. Con compromiso, esa necesidad hoy en día de justificarse todas las tardes. Benditos sean, una vez más, los que arrojan el todo por el toro. Al fin y al cabo, se trata de que en nuestra cómoda butaca sintamos todo, pero sin estar. Veintitrés años de entrega en Cuéllar, un Cebada Gago, un cara a cara, el encuentro final. Postularse con el acero, y tirarse encima, por tenerlo claro, por no querer dejarlo escapar. Espadazo entero, triunfal. El frío se adueña de unos instantes de pánico, la incertidumbre del qué será. Y en el aire, un torero prendido con un triunfo sin disfrutar. Nunca un pueblo tuvo tanto valor.
Dios-le-guarde, eso pensamos todos. Del ruedo a la enfermería en un viaje de sangre. El tic-tac. Ángeles en la plaza y en el hospital, hablan de milagro, y menos mal. Un tuit de su apoderado anuncia que lo peor, ya ha pasado: “ya sonríe”. Del pecho encogido a la grandeza de un torero que todo el mundo espera.
Juan José Díez. Revista Lances de pluma y pincel – 11 de septiembre de 2022.