Una parte en la explotación de las ovejas era la lana. Por aquellos años había dos clases de ovejas, por tanto, dos clases de lana. La lana de oveja merina era más fina y suave que la lana de oveja churra y es más apropiada para hacer prendas de vestir. Una vez esquilada la oveja, lavada y cardada la lana, las mujeres jóvenes y mayores, cogiendo un puñado del vellón , lo disponían en el uso y mareándolo, dándole vueltas y más vueltas, conseguían retorcerlo hasta que quedaba con la consistencia deseada; mientras, con la otra mano, regulaban la cantidad necesaria para formar el hilo. ¡Qué paciencia!
Cuando ya tenían un ovillo, cogían las agujas y tejían gorros, calcetines, refajos… Para estas labores unas veces necesitaban dos, tres, cuatro agujas o más. Esta actividad la recuerdo viendo a las mujeres a la puerta de las casas, en el buen tiempo, cada una con su trabajo, mientras charlaban animadamente. Era un trabajo más destinado a las mujeres: a nuestras abuelas, a nuestras madres y hermanas, que así mataban el tiempo mientras “se hacía algo, no se estaba de más“ y, a la vez, se aprovechaban los mínimos recursos que las ovejas nos proporcionaban: si una prenda quedaba vieja se deshacía y se aprovechaba la lana para hacer otro modelo.
La lana de las ovejas churras, es más larga y menos rizada. Era la más usada para rellenar los colchones. Se dice que el colchón fue el mejor invento de todos los tiempos, aunque estos colchones eran un poco pesados, se debían mullir y darles la vuelta todos los días, para que la cama quedara bien hecha, por si entraba la vecina que no tuviera motivos de crítica. Estos colchones, cada cuatro o cinco años, se descosían, se les sacaba la lana para que le diera el aire y, con una vara de mimbre flexible, se les apaleaba como si fuera los culpables de todos los males del sueño. Cuando la lana quedaba esponjosa, se volvía a rellenar el colchón y, una vez cosido, disfrutábamos del descanso otros pocos años. Esta operación se repetía con más frecuencia, si había algún niño que se orinaba en la cama. Otros no tenían problema con la lana porque llenaban un saco de paja, lo ponían en el escaño, al lado de la lumbre, y ¡a dormir!. Antes de que llegara el sueño, observaba las estrellas o la lluvia por el hueco de la chimenea, y así sabía que tiempo iba hacer al día siguiente, según la postura que tuviera por la noche en el “colchón”. Al llegar el día salían a la puerta para hacer unos estiramientos, desayunaban las sopas de ajo con los torreznos, echaban un buen trago de vino y, como nuevos, comenzaban la faena.
No todo era estirar la “pata “en la cama porque, en los jergones de alambre, solían instalarse unos bichitos que se llaman chinches. En estos jergones antiguos de alambre de acero retorcido y oxidados por causa de la humedad y los años, estos animalitos encontraban el lugar idóneo para esconderse durante el día y por la noche, cuando nos acostábamos, hacían de las suyas. Su alimentación se basa en la sangre humana y te pican muy fácil cuando estás durmiendo. Es el momento de alimentarse y no nos enteramos de las picaduras porque no generan dolor alguno. Estas picaduras, como las de otros insectos, no son graves si no tienes alguna reacción alérgica; pero brazos, piernas y cuello, que son su preferido campo de acción, aparecen a la mañana siguiente con unas “ronchas” rojas que producen molestos picores. Las madres andaban lavando la ropa y aplicaban zotal y sosa rebajados en los muelles y hendiduras de las camas para acabar con ellos. Otro enemigo de la lana era y es la polilla, aunque hoy está más controlado. Antiguamente se sacaba la ropa de los cajones en primavera para airearla y, de esta manera, se sanaba. Hoy se usan bolas de alcanfor y otros productos químicos, que las mata.