Covid-19: Mi experiencia personal

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Pasaron por fin las fiestas de Navidad 2020 y Año Nuevo 2021 con la mezcla de sentimientos de todos los años: alegría por poder reunirnos con nuestro hijo y su mujer y tristeza por el cúmulo de sentimientos y emociones que todos los años se agolpan en nuestros corazones desde que murió mi hermana Marta, unido a que la situación epidemiológica dictada por la pandemia impidió este año la celebración familiar habitual.

Queríamos proteger a nuestro padre y a nosotros mismos y cancelamos prudentemente cualquier tipo de reunión familiar que implicara a más de 4 personas a la vez.

Y los Reyes Magos nos trajeron a Filomena, con su manto blanco inmaculado, que nos pintaba en la cara la sonrisa infantil y ocultaba a cambio en un paisaje sin relieves la victoria de la naturaleza sobre la previsión humana. Y yo, que había pedido a los RR MM que me llegara pronto la vacuna, no tuve suerte y no se acordaron de mí; esta esperanza no se cumplió en mi caso.

La semana del 11 de enero empezó con trabajo como de costumbre. Poca gente anuló su cita por la gran nevada. Lunes, martes y jueves estuve viendo pacientes y el viernes por la mañana cita para ultimar un preoperatorio de una paciente que iba a operar el día 25 del mes.

El sábado a -6 *C y el domingo a -7*C, en plena ola de frío polar, fui a entrenar con los compañeros del equipo. Tenía un entrenamiento bastante exigente y recuerdo que pensé que me había salido muy bien, superando incluso mis expectativas.

Al regresar del entrenamiento el domingo por la tarde comencé con sensación de enfriamiento, cefalea, trancazo y diarrea. Tomé Paracetamol y estuve esa tarde de domingo un poco apagada en mi sillón.

Lunes, martes y miércoles por la mañana pasé consulta. Notaba síntomas gripales: cefalea, dolor retroocular y en senos paranasales, diarrea y al levantarme por las mañanas una sensación pasajera de mialgias generalizadas que se mejoraban pronto. No tenía fiebre, ni tos, ni dificultad respiratoria. Seguí con Paracetamol a demanda.

El miércoles a las 17.00 h me hicieron en un Laboratorio privado de Salamanca un test de antígenos y cuando llegué a casa vi por internet que era + a SARS Cov 2 (coronavirus responsable de la enfermedad llamada COVID-19).

En ese momento, todo el temor que había presidido mi vida de una forma imprecisa desde que se declaró el estado de alarma sanitaria en marzo de 2020, se concretó en mí y en mi incierta evolución con la enfermedad ya presente en mi cuerpo, en mi marido como contacto directo y habitual y en el resto de mis posibles contactos.

Mi marido asintomático dio negativo en el test de antígenos y también la chica que nos ayuda en la casa. Pero a los dos días nos llegó el resultado de la PCR + de mi marido que le hicieron en el laboratorio privado de Salamanca.
Ya en casa la tarde del día 20, recogí mis efectos personales, cepillo de dientes, ropa de dormir, una garrafa de 5 litros de agua, Paracetamol y el cargador del teléfono móvil y me instalé aislada de mi marido. Llamé para informar al número de urgencias de mi centro de salud. Eran las 20.00 h y descolgaron en seguida. Un hombre muy amable me hizo unas preguntas y me avisó de que al día siguiente me llamarían los rastreadores y mi médico de atención primaria. Me tranquilizó con sus palabras y su tono de voz.

Llamé uno a uno a mis contactos en esos días. Ninguno de mis contactos manifestaron síntomas y en el rastreo con doble determinación de PCR resultaron negativos. Solo contagié a mi marido.

Era miércoles, día 20 por la tarde y al día siguiente yo no podría asistir a la misa en recuerdo de mi madre fallecida hace 4 años.

Me metí en la cama esa tarde y prácticamente no he salido de ella más que lo imprescindible hasta hace 2 días.
He vivido aislada en un ala de mi casa desde la tarde del día 20 hasta el día 2 de febrero. Procurábamos mi marido y yo no cruzarnos y llevábamos la mascarilla puesta cuando coincidíamos en la cocina o al ponerle yo la heparina a media tarde. Compartimos el pulsixiómetro y el termómetro, pero por fortuna siempre nos mantuvimos afebriles y con buena saturación de O2. No comíamos juntos.

El móvil ha sido mi ancla con el resto del mundo. Hablaba con mi marido, con mi familia, con mi hijo, con mis amigas y amigos, con mis compañeras y compañeros, con mi enfermera, con mis colegas y mantuve informados a todos los integrantes de mis grupos de Whatsapp y amistades más íntimas de mi enfermedad desde su inicio.
Solo he hecho partícipes de ella a quienes se han interesado por mí al notar mi ausencia de las redes sociales, a aquellas personas que me han echado de menos; no tenía sentido molestar y preocupar a gente que no tenía en su mano ninguna posibilidad de ayudar y que seguramente se hubieran preocupado sin que mereciera la pena.
El día 21 de enero, festividad de Santa Inés, me llamó mi médico de atención primaria, que por azar coincide que es compañera mía de Promoción de Carrera. Nunca he necesitado Gracias a Dios sus servicios y no sabía que era ella a quien yo estaba asignada. Tomó nota de mis síntomas, me tranquilizó, hizo sus cuentas de los días desde el inicio de la enfermedad y quedó que llamaría otro día y que también me llamarían los rastreadores. Me aconsejó reposo y Paracetamol.

Me llamaron por teléfono dos rastreadores distintos y les di nombre y teléfono de contacto de las personas con las que estuve esos días de más infectividad.

También vino una patrulla de la Policía Local de mi municipio para controlar mi aislamiento.

Llamé personalmente a la paciente que tenía previsto operar el día 25 y a la supervisora de quirófano del Hospital de la Stma. Trinidad para anular la operación. Mis compañeras de equipo, mi padre y mi hermana y la chica que nos ayuda en nuestro hogar se quedaron en sus casas respectivas haciendo su cuarentena.

Y aquí viene la parte más conmovedora de mi enfermedad.

Esta enfermedad llamada COVID-19 no es baladí. Yo tenía miedo desde el principio de la pandemia a enfermar, porque me sentía que formaba parte del grupo de riesgo al ser asmática desde que era un bebé y por el riesgo que existía de contagiar a mi marido, tal y como ha sucedido. Ese temor no ha menguado con las sucesivas oleadas, quizá se atenuó un poco en el mes de julio, cuando se alcanzaron cifras que invitaban al optimismo. A mi alrededor todos cumplíamos con las normas sanitarias y en concreto yo no sentía ningún temor en la consulta, ni en el supermercado, ni cuando entrenaba. Nunca me he rozado con alguien negacionista o intransigente y cuando me he contagiado en absoluto había relajado ni una sola de las medidas que había cumplido a rajatabla desde el comienzo de la alarma sanitaria.

Pero cuando te contagias como es mi caso, sin que nadie te haya rastreado por ser contacto de un infectado, te queda la duda de cuál de las personas con las que has rozado ha podido infectarte y sobre todo te hace pensar en qué has fallado, cómo es que el virus ha entrado en ti y se está replicando sin freno y sin remedio si todo lo has hecho bien.
Al llevar 3 días de evolución de lo que me parecía un enfriamiento cuando di positivo en el test de antígenos, fui consciente de que esos síntomas que yo tenía eran muy tolerables, pues cuántas veces había yo pasado gripe más molesta de lo que ahora sentía. Pero esta enfermedad es otra cosa distinta de una gripe. Primero, porque existe una afectación pulmonar en todos los casos, aunque es leve en las formas leves y segundo, porque puedes sufrir complicaciones graves que incluso pueden acabar con tu vida, y eso no sabes de entrada si lo vas a sufrir o no. Esta incertidumbre de cuál será tu forma de evolucionar, crea una angustia especial que te atenaza, te paraliza y te lleva a contar los días del evolutivo como si fueran los últimos de tu vida.

La gente conocida que lo ha pasado te cuenta sus síntomas y confrontas con los tuyos esperando que tú mismo curses tan bien como ellos.

La historia natural de la enfermedad es variopinta y en mi caso me parecía de buen pronóstico no tener fiebre ni tos ni disnea, pero la afectación de la cabeza en forma de cefalea y síntomas como de sinusitis, la anosmia, la diarrea y el dolor precordial, no me parecían síntomas leves y me aterraba pensar que estaba teniendo un ángor o un infarto.
Dormía a discreción muchas horas durante toda la noche y parte del día. Y ese descanso, unido a la ayuda de las personas más próximas a mi corazón, creo que han sido los factores determinantes para superar el síntoma capital que en mi caso ha sido el MIEDO, y en definitiva, para superar la enfermedad.

Es el miedo a tener que ir al hospital, el miedo a la muerte en soledad, el miedo irracional y estúpido el peor síntoma de la COVID-19 que me ha tocado a mí pasar. Y he comprobado que yo no soy la mujer fuerte que creía ser. He sido miedica, lo reconozco con humildad, pero eso me ha permitido apoyarme en las personas fuertes y valientes que me rodean y que me han hecho darme cuenta de la importancia de esas otras redes de amor, de afecto, de comprensión, de positividad, de amistad, de compañerismo, que hemos ido tejiendo a lo largo y ancho de nuestra vida. Mujeres y hombres que han estado ahí para mí, llamándome y escribiendo a diario, transmitiéndome su confianza en que todo iba a ir bien, llenando mis bolsillos de ilusión, recorriendo virtualmente los campos y ciudades que nos separan para acunar mi contrito corazón entre sus manos poderosas, porque he de confesar a estas alturas, queridos amigos, que hubiera preferido morir en mi casa rodeada de cuantos me han demostrado su amor, que sola en el hospital.

Toda mi vida ha sido un camino de aprendizaje que me ha conducido hasta el momento presente. Si estáis en mi vida, y vosotros sabéis de quiénes hablo, sospecho que es porque de alguna forma he hecho bien las cosas. Quizá no os merezca como amigos, pero siempre agradeceré la fortuna de haberos conocido y de que estéis en mi vida.
No quiero dar nombres para no olvidarme de alguien; los que sois ya lo sabéis.

Mañana con suerte me dará mi doctora el Alta Laboral. Tengo IgG+. Aún no estoy recuperada del todo, aunque ya no soy infectiva.

Autor

Cirujana Ortopédica y traumatóloga. Runner popular.