Cuento lo que ocurre, y lo que se me ocurre

- en Firmas
Don Juan, Príncipe de Asturias

Estamos de acuerdo en que no podemos dejar la casa del pueblo cerrada durante mucho tiempo; por eso, debemos darnos un garbeo por allí, de cuando en cuando, para airearla un rato y pueda liberarse un instante de la opresión del silencio, de la soledad y del aburrimiento; la casa también tiene derecho a disfrutar del canto de los pájaros, de la sonrisa abierta del sol, de la caricia del viento y de la picaresca de los niños que enredan y revuelven sus cosas; y, sobre todo, le gusta también regocijarse con las glorias, y entristecerse con la angustia y los sollozos de sus dueños. Las casas también sienten y sufren, pero nunca se quejan, les pasa igual que a los viejos, que cuanto más viejos son, menos ganas tienen de envejecer.

A la vez, nuestra presencia anima un poco al pueblo, igual que sucede en las fiestas, en Navidad o en Semana Santa; y disfruto, mirando, por la ventana, la calle silenciosa hasta donde me alcanza la vista: la casa de Almudena y la panera del señor Julián Panera. Y me refugio en la lectura para recrear el tiempo, y, cuando los ojos empiezan a desfallecerse, me acerco a casa de mi hermano, y me siento y me engancho a la conversación, que amplía, casi sin querer, la claraboya campanuda que cobija el cuarto de estar.

Mis sobrinos acaban de llegar de las Cárcavas. Nunca habían visitado el lugar, y me dicen que les gustó. Y me comentaron que habían visto una viña pelada a la vera del camino. Les espeté que, hace unos años, todo el pueblo estaba rodeado de viñas y huertos, y que las viñas se extendían hasta rebasar el río Margañán, hasta ocupar buena parte del término de Tordillos, zona que nuestros ancestros bautizaron con el topónimo Marrá.

Enrique me pidió que le contase cosas del vino, de las bodegas, le hablé de las madres y del aguardiente; mi cuñada sacó un botellita que le había regalado un buen amigo suyo. Enrique la olió, y le tuve que explicar como se fabricaba el aguardiente, y como esta bebida es la más sana, natural y digestiva de todas las hermanas alcohólicas del mundo.

Mi hermano intervino y me pidió que les contase la historia del lunes de aguas. Allá voy.

El príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos, decide crear en 1497 una casa conocida como mancebía, debido a la numerosa presencia de mujeres de «vida alegre» en la ciudad. Ese mismo año, el príncipe muere a la edad de 19 años. El dictamen oficial afirmaba que su muerte se debía a un esfuerzo en su amor matrimonial por dejar un heredero, pero el pueblo comentaba que la causa había sido la enfermedad contraída en su alterne con ciertas mujeres.

La casa de la Mancebía estuvo ubicada en el Arrabal del Puente, adonde dicen los “Barreros”, donde hacían la feria del ganado, a la esquina del huerto del mesón de Gonzalo Flores, yendo todo derecho arriba hacia el Teso de la Feria; y se establecieron ciertas normas:

La profesión no podía ser ejercida por mujeres casadas ni mulatas en esta ciudad. Antes del anochecer, las mujeres debían recogerse en esta casa y permanecer, en ella, toda la noche. Aquellas, que ejerciesen y saliesen por la ciudad, debían llevar las puntillas de sus enaguas de color gris parduzco como distintivo, de ahí el conocido dicho “ir de picos pardos”. La multa por no llevar la indumentaria ascendía a 300 maravedíes, y estaba prohibido ejercer en días de fiesta, en Cuaresma y Vigilias . El “padre putas” era el encargado del orden en la mancebía, y de que las mujeres pasaran las revisiones médicas.

El Miércoles de Cenizas, el “padre Putas” reunía a todas estas mujeres para sacarlas de la ciudad y llevarlas al otro lado del río, donde pasaban los 40 días de Cuaresma. La octava de Pascua, 8 días después de la Resurrección, los estudiantes partían a buscar a las mujeres en barcas, ya que estas no podían pasar por el puente romano. Las barcas iban adornadas con abundantes ramas, por lo que acabó llamándose rameras a las mujeres que albergaban en la mancebía. Esa tarde, toda la gente de la ciudad se acercaba al río para cotillear y festejar el alborozo de estudiantes y mujeres de “vida alegre”. En este día de campo, se merendaba el hornazo, una empanada a base de harina de trigo rellena del mejor jamón, chorizo y lomo de la casa, acompañado con un buen vino. Hoy, cada lunes de aguas, los salmantinos salimos al campo, y algunos muchos se acercan hasta las orillas del Tormes y otros a las Cárcavas, para festejar este día acompañados del hornazo, la tortilla, el flan y la rosca con sus familias y amigos.

Mis sobrinos escucharon, atentamente, la historia, y lamentaron tenerse  que marchar, ese día,  a su destino.

Autor

Maestro. Escritor e investigador. Realizó estudios de Historia del Arte en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Salamanca. Ha publicado varios libros sobre Macotera y comarca.