El mundo en un bote de Colón

- en Firmas

Llevo tiempo tratando de vender por internet una video consola de mi hijo. Me costó más de 300 euros y no ha llegado a usarla. La vendo por 120. No sé cómo, pero mientras pensaba en ello llegó a mi cabeza un anuncio que, muchos de vosotros recordaréis y que popularizó un eslogan que, los más jóvenes ya no conocen, pero que quedó en la memoria de varias generaciones. Salía Manuel Luque que decía “busque, compare y, si encuentra otro mejor, cómprelo”. Cuentan que aquella frase sirvió para revalorizar una marca hasta venderla por una cantidad de dinero todavía hoy desorbitada.

Recuerdo que en aquella época muchos de nosotros, algunos niños, repetíamos el eslogan a diario. Salía en numerosas conversaciones y supuso una especie de revolución. En esos años (los ochenta básicamente), nos aprendíamos los anuncios de memoria e, incluso, los reproducíamos. Hoy desconozco si mi hijo o el suyo conocen alguno. La sociedad ha avanzado y los formatos también. El consumo audiovisual camina por otros caminos en los que los anuncios no tienen excesiva cabida pues ya pagamos por acceder a contenidos televisivos.

Aun así, para muchos será difícil olvidar muchos de ellos. Pero, a lo que vamos. Yo siempre recuerdo ese anuncio, porque la empresa era la propietaria de un detergente que llevaba el nombre de Colón. Colón tuvo, durante una época (no sé si otras marcas también compartieron el formato) un envase que consistía en una especie de bidón de cartón. Mi madre lo llamaba ‘tambor’. No sé si algunos de vosotros también. “Niñoooo. Traéme el tambor de Colón”, decía.

Lo importante de aquel bote es que, durante varios años de mi vida temprana se convirtió en mi mundo. Marcaba las fronteras de mi reino. Salvo el fuerte de Comansi y el Scalextric (que no los tuve), en él guardaba todas las cosas que eran importantes para mí. Todas. Han pasado ya cuarenta años, pero lo curioso es que me puse a recordarlo como si fuera ayer mismo.

Cansada de ver mis juguetes en un rincón, mi madre decidió un día que aquel bote de Colón podía ser un buen recipiente para mis tesoros. El mayor de ellos, nunca he sabido por qué, era un juego de barriles de colores que se metían uno dentro del otro al estilo de las mamushkas rusas. Creo que todos los niños pequeños han tenido uno, pero ninguno como el mío, se lo puedo asegurar. Junto a él había varias pelotas de todos los tamaños que nunca he sabido de donde salieron. Una pelota saltarina de goma, una de un bingo que terminó aplastada, una pelota de golf, que es la que más me sorprende, una de tenis, que también desconozco de donde llegó, y una que simulaba ser una bola de billar negra con el número ‘8’. La verdad es que vivían en el bote, pero su lugar favorito era debajo de los sofás de casa de mis padres.

Esos sofás darían para un artículo propio. A lo mejor ustedes ya los están visualizando. Eran de escay (los de mi casa rojo, pero, los de mi abuela, por ejemplo, eran de marrón oscuro), tenían unos botones que terminaban desapareciendo, ya fuera por nuestra astucia e inquietud, o, simplemente, porque alguien se sentaba en ellos con tal virulencia que los arrancaba con la presión. En verano recuerdo a mi madre poner los cojines al revés para evitar el sudor. De esa forma aparecían unos estampados con formas de terciopelo que daban otro aire al salón. Cuando te sentabas, la mitad del contenido de los bolsillos caía en ellos, por lo que siempre era conveniente buscar después de que se sentara algún adulto por si se le había caído alguna moneda. Algunas caían por la barra del fondo, la separación entre el suelo del sillón y el respaldo. Esa línea separaba el bien (donde cogíamos las monedas) y el mal (donde caían dentro y no podías cogerlas por mucho que hacías virguerías con las manos retorciéndolas de formas imposibles cuando caía algo. Un servidor descubrió que todo caía a un fondo de rejilla que había bajo el sofá y decidí hacer pequeñas (¿pequeñas?) rasgaduras para coger lo que se caía.

Y volvemos a aquel cofre de los tesoros que era aquel bote de colón. Además de las pelotas y de los barriles había una furgoneta fantástica que era de los ‘Hombres de Harrison’ (tardé años en descubrir que Harrison, en realidad era Harrelson), y un coche en miniatura que rodaba de forma endiablada, alcanzando una velocidad enorme y que imitaba al de Starski y Hutch. Era mi coche favorito y, siempre aparecía con él algún otro que arrastraba el eje de las ruedas y no sé por qué. En mi caso había también un Mercedes naranja que me regalaron un día mi tía Ali y mi tío Alfredo y que me encantaba, aunque el pobre tuvo que sufrir mis tormentos, pues corría más sobre el techo que sobre las propias ruedas. Así ‘murió’ el pobre, todo rayado.

No faltaban las famosas canicas. No sé si existen todavía, pero cuántas tardes y mañanas de gloria deparaban cuando ganabas jugando al triángulo o al ‘guá’ a la salida del colegio. Lo cierto es que las canicas exasperaban a mi madre, pero es lo que hay. Una peonza con pico ‘cigüeña’ y un cordón que tenía una moneda en una de las puntas para poder bailarla. Y las chapas con las arrancó mi afición por el ciclismo. Eran las tapaderas de botellas que rellenábamos con un papel en el que poníamos el nombre de nuestro ciclista favorito (Laguía) y luego cubríamos con un cristal.

Los huecos que quedaban entre todos esos juguetes eran cubiertos por unos muñecos de indios y vaqueros que venían en un sobre y con los que casi me divertía más separándolos y arrancándolos de las estructuras de plástico que los unían, que, jugando, porque pasara lo que pasar siempre ganaban los mismos.

Seguro que se me olvida alguno, pero no pueden imaginarse las horas y horas muertas que pasé en torno a ese bote de Colón, que luego servía de canasta improvisada para guardarlos. La tranquilidad que le daba a mi madre saber que cuando lo cogía iban a pasar horas sin molestarla, en especial las mañanas de los sábados. Lo feliz que fui y lo que echo de menos no haber conservado algunos de esos juguetes.

Seguro que los responsables de “Yo también fui a EGB” ya lo han recordado en alguna de sus publicaciones, porque seguro que tuvieron uno igual y seguro que muchas veces en twitter lo habrán vuelto a ver, pero en mi caso el rato que he pasado escribiendo y recordándolo espero que sólo sea comparable con el buen rato que ustedes pasen leyéndolo. ¿Quién sabe su alguno de ustedes también tuvo algún día un bote de Colón como cofre de sus tesoros?

Autor

Periodista y comunicador. Licenciado por la Universidad Pontificia de Salamanca.