Acostumbrado desde niño a escuchar a unos y otros, cuando él toma la palabra el resto del mundo calla: callan las chicharras y los grillos del jardín su concierto insistente y repetitivo hasta la saciedad; cesan por ensalmo los ladridos de los perros en pos de una hembra en celo; las tórtolas silencian su gemido y las palomas su arrullo; los bebés se tranquilizan, los motores se ralentizan o directamente se paran y hasta el viento entre los árboles del jardín se torna en suave brisa que acaricia y despeina.
Cuando él habla, el mundo entero calla y yo escucho, porque su voz no es airada, ni suena resentida, al contrario, su voz bien modulada es clara, templada y su discurso es conciso y profundo. Tiene facilidad para transmitir lo que piensa sin circunloquios y llega en dos frases al epicentro de la cuestión. Es convincente y persuasivo, pero no le gusta enrocarse sino que tiene cintura flexible y poca vanidad para poder entender el punto de vista de quien le acompaña, aunque no sea el suyo.
Él sabe cómo hablar para no dejar heridos en la batalla, buscando las mejores palabras para no ofender. Carece de altivez y de soberbia y su tono siempre suena conciliador y próximo al corazón de quien escucha, como si en su alocución impregnara a su interlocutor de un ungüento sanador.
Si me llama por teléfono, yo sonrío o río francamente cuando adivino que él está al otro lado de la línea y eso le contagia y los dos nos reímos como niños, con esa alegría inmensa e incontenible que se escapa en carcajadas encadenadas y salvajes, porque si no fluyera así, nos ahogaría estancada muy adentro en las entrañas.
Él habla y yo aprendo a quererle como es, a conocer cuáles son los derroteros de la vida que nos ha tocado vivir a ambos y las dificultades que nos encontramos en el camino para ser felices y, lo más importante, asimilo cómo se debe hablar a los demás para ser capaz de transmitir todo sin equívocos y a la vez resultar eficaz, confiable y cercana.
Háblame, háblame que te escucho.
