Pues resulta que el otro día voy a cenar con unos amigos a un restaurante, de cuyo nombre no creo acordarme, y nos sitúan en una mesa redonda muy elegante casi al nivel de las galas de empresarios de renombre que se celebran a final de año.
Hasta aquí todo correcto. Nada más sentarme observo la cristalería puesta en la mesa. He de reconocer que era una auténtica pasada. Dos vasos pequeños, otros dos grandes, tres copas grandes, dos copas pequeñas y una fina. Imagínense esta disposición para siete comensales en mesa redonda. Aquello se parecía más a un anuncio de «Teletienda» en el que regalaban una vajilla con la cristalería si llamabas con rapidez, que a una cena. Miré como bobo hacia los lados por si veía a la presentadora. Ya puestos.
La situación cómica llega a la hora de comenzar a cenar. De entrada te llenan una copa para los que quieren vino y un vasito, que es mi caso, para los que beben agua. Claro el resto de la cristalería se queda ignorada. Esto de por sí ya genera chascarrillos entre los allí presentes. Continúa el servicio con la colocación de los primeros para compartir en el centro de la mesa. Mira. Imagínense a la leona agazapada entre la maleza para cazar a la presa de pichón que está medio coja. Pues igual. Oye intentabas acceder a los platos por un lado, por otro, por arriba, por entre medias y no había manera. Intentabas no tocar ninguna copa doblando la mano en cuatro partes para esquivar y nada. Te ponías de pies. Te sentabas. Bueno me pareció ver a Teresa Rabal cantando una canción porque a los oficios vamos a jugar.
La historia se hizo larga y simplemente recuerdo que a la hora de comenzar con los segundos, ya situados frente a uno, tenía la mano derecha con más agujetas que en la final de la Champions. Tuve que pedir agua con azúcar y todo. De este modo así también hacia gasto de un segundo vaso.
Los postres también fueron a compartir por lo que desistí y directamente pasé al cortado.
Moraleja:
«Lo poco agrada. Lo mucho enfada».
