Relato colaborativo

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relatos cortos salamanca

Desde que tengo uso de razón, me recuerdo con un libro en la mano. Buena jugada de la genética por parte paterna.

Esta afición, pasión heredada, me lleva a reflexionar que por algo se dice que la vida es como un libro, dispuesta a que cada persona la escriba o la lea como crea conveniente.

Siempre me acompaña un libro a todos lados. Y siempre me imagino en otro lugar acompañada de un libro, pues, para mí, los libros son vida, son todo. Han sido mi salvavidas en varias ocasiones.

Hoy me he levantado con la cabeza llena de monstruos y fantasmas. Me he dirigido a la estantería, he sacado un libro y he comenzado a leerlo. Poco a poco, sus letras han introducido en mi cerebro alguna sustancia que se ha encargado de hacer desaparecer lo que me andaba subyugando.

Entra el sol por mi ventana. Me acerco a ella, descorro las cortinas y miro a ningún sitio. El sol me invade y me da un chute de energía que necesito para seguir sacando a empujones los monstruos y fantasmas. Agarro con fuerza el libro que tengo entre mis manos y recuerdo una de las frases que más me ha marcado: Si crees en los sueños, ellos se crearán. El Principito siempre da en el blanco.

Me doy la vuelta y camino hacia mi rincón de lectura. Esa mecedora vieja, rayada por el paso del tiempo y de las personas. Esa mecedora, siempre, como el refugio donde esconderme de las tormentas del exterior y de las internas. Esa mecedora que, con su vaivén, me ayuda a lograr la calma necesaria para seguir existiendo y enfrentarme al mundo exterior.

Recuerdo las palabras de mi hermana cuando nos veíamos por video-llamada hace un par de años, cuando nos poníamos a hablar sobre la forma que cada una teníamos de desconectar viviendo 4 personas en un piso de 60 metros cuadrados y sin poder salir de allí: mi momento de desconexión, cuando me encerraba unos minutos sola en la habitación y leía para poder evadir mi mente de aquel confinamiento. Cada palabra daba alas a mi mente y despejaba el peso de las espaldas. ¡Qué bien me hiciste, Valeria! Jamás leí tan rápido un libro y, menos, una saga. ¡Qué gran medicina la lectura que te hace escapar de las garras de la soledad y la amargura!

La lectura nos salvó entonces y nos sigue salvando de la monotonía, del hastío, del aburrimiento.

Mi hermana ha tenido sus momentos de amor y odio con la lectura. En eso nos diferenciamos. Pero sí me confesó que, durante el confinamiento, volver a la lectura le ayudaba a reconciliarse con el mundo exterior y lo que vivíamos.

Dejo el libro en la mesita que hay al lado de la mecedora. Necesito escribir y sacar todo lo que tengo dentro que no me deja avanzar. Necesito sentarme delante del ordenador y poner en orden las ideas que burbujean en mi cabeza y me la embotan. Necesito que los dedos bailen sobre el teclado. Que sigan la coreografía no aprendida que le marca mi cerebro. Necesito que corran por el teclado y que saquen de mi mente todas las ideas, los escenarios, las palabras que se encuentran presas y que gritan por salir.

Enciendo el ordenador. Me da la bienvenida y me pide que introduzca la contraseña. Esa contraseña que puse para evitar miradas curiosas. ¿De quién? No lo sé. De mis fantasmas, de mis monstruos.

Esa maldita contraseña. Sé que la apunté en un pequeño papel y que la dejé dentro de uno de mis viejos libros… Pero ahora no recuerdo en cuál. Cuatro estanterías de palabras y polvo me esperan esta tarde.

Espero poder recordar el libro en cuanto pose mi mirada sobre sus lomos. Pero será difícil, porque varios de ellos son los que han dejado huella en mí.

Viene a mi memoria la cita del libro “Ella que todo lo pudo” de Ángela Becerra: todas las palabras son flexibles y además tienen su propia voz; depende de la boca que las pronuncia y de que la persona que las escucha quiera entenderlas.

Ahí está. El libro. Ese manuscrito manoseado que dentro esconde la maldita contraseña que puse para poder entrar en mi ordenador.

Cuando logro acceder al documento que dejé por imposible anoche, el cursor me marca el último párrafo escrito por mí y que me dejó noqueada, paralizada y sin poder continuar:

Las palabras no se las lleva el viento. Se lleva el aire de tus pulmones exhalando remolinos de letras, pero no las infinitas hileras de palabras llenando las páginas de un libro. Escribir es un acto de amor, de entrega, de compasión, de verdadero deseo, de auténtica confesión. Escribir es cosa de dos: del que da todo lo que siente y del que lo lee con el corazón.

En uno de los talleres de escritura a los que he asistido en el último año, alguien compartió una cita de un libro de Juan José Millas: se puede ser escritor sin escribir, pero no se puede ser decorador sin decorar. De hecho, el escritor más puro es el que no escribe.

No sé la de vueltas que le di a esta cita. Aún no le encuentro un significado que me convenza. Quizás no deba darle más vueltas y sólo tenga que sentarme tranquilamente, con una taza de infusión al lado, música tranquila y ponerme a escribir de una vez. El tiempo se agota.

Vuelvo a recordar mi niñez rodeada de libros, da igual la hora del día que fuese. De pronto, vuelve a mi memoria una anécdota bastante recurrente por lo divertida.

Verano. Casa de los abuelos en la montaña. Me veo delante de mi abuela, con cara bastante seria y un libro de mi madre en mis manos. Miro a mi abuela y le digo: Me quedé dormida, desnuda, al sol. Ahora parezco un tomate con un libro blanco en la tripa.

Esa anécdota me ha perseguido siempre. No por el hecho de parecer un tomate con un libro blanco en la tripa, sino por cómo lo dije, tan seria, tan enfadada conmigo misma por el hecho de haberme quedado dormida y no haber seguido leyendo.

Vuelvo a mirar por la ventana. El sol sigue entrando inundando con su luz toda la estancia. Un pájaro se posa en el alféizar y se pone a piar. Parece que me está exigiendo que me ponga a escribir y que no me distraiga más.

Miro de nuevo a la pantalla del ordenador. El cursor me reta a que siga escribiendo. Mis dedos tiemblan al ponerse en posición encima del teclado.

Retomo la escritura por donde la dejé. Los dedos se mueven rápidamente, sin tregua. Necesito escribir lo que tengo en la cabeza. Ya corregiré después.

Si te fijas muy bien, el color predominante de su corazón es el negro. Un corazón de escarpados valles rodeados de montañas silenciosas. Da igual si te acercas por el norte o desde el sur, si llegas a su corazón debes saber que será de un negro azul de medianoche.

Vuelvo a parar de escribir. He apretado muy fuerte el teclado porque me molestan las yemas de los dedos.

Me viene a la memoria aquellas primeras veces, cuando usaba la máquina de escribir de mi padre, sin su permiso, para redactar mis primeros relatos o mis trabajos del colegio.

Me viene a la memoria, hoy estoy nostálgica, cuando conversaba con mi abuela y mi abuelo sobre mis inquietudes y mis miedos. Ella y él, que tuvieron que dejar la escuela siendo aún muy jóvenes, no habían dejado de leer nunca. Al contarles mi miedo al fracaso y la vergüenza porque no gustara lo que escribía al considerar que no fuese lo suficientemente bueno, mi abuelo me respondió con una cita de un libro de Hemingway (“Las nieves del Kilimanjaro”): ya no escribiría nunca las cosas que había dejado para cuando tuviera la experiencia para escribirlas. Y tampoco vería su fracaso al tratar de hacerlo. Quizá fuesen cosas que uno nunca puede escribir y por eso las va postergando una y otra vez.

Vuelvo la cabeza a la pantalla del ordenador y sigo haciendo que el cursor se mueva rápidamente. Escribo, escribo, escribo.

Según avanza el día, y sobre todo al atardecer, deseo que llegue el momento de ir a la cama para coger mi libro, evadirme y viajar a otras historias, a otros mundos que hagan olvidar mi propia vida.

Nunca es tarde para dar las gracias. Nunca. Por ello, gracias a Amílcar, Berna, Juan Antonio, Karina, Marta, Raquel Calvo, Raquel Enríquez, Teresa Marcos y Teresa Moyano.

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