Todos los caminos vienen a la plaza y, hacia todas las calles, se derrama la plaza. El recinto hace honor a su función: ser plaza. La plaza es el lugar de encuentro, el lugar de cita y el centro de manifestaciones populares y de juegos infantiles. Si la miras desde la calle del Cardenal Cuesta, (antes del Beneficio) se alarga en su forma irregular y porticada, (en dos de sus cuatro lienzos), hasta la salida hacia Peñaranda. La plataforma que se extiende, como alfombra, ante la fachada principal de la Iglesia estaba empedrada, y la entrada al templo parroquial le precedían grandes lanchas de granito; el resto del piso de la plaza era tierra apisonada, que se ablandaba y se deshacía en barro en los tiempos de lluvia.
Como vigía, ante la puerta “lantera” de la iglesia, se alzaba una cruz de piedra de granito hincada en un pedestal y con una grada alta del mismo material. Desde la grada de esta Cruz, el alguacil pregonaba los avisos semanales municipales después de misa mayor y que, luego, se exponían por escrito en la “mimbre” a la puerta del Ayuntamiento y, en estas gradas, se sentaban los más ancianos a la espera de la última esquilá a misa. (Esta Cruz fue derribada cuando se pavimentó la plaza, y se encuentra presidiendo el museo litográfico, que conserva en su corral Pedro Bueno Espantagallos). Compañera de la cruz, el Movimiento erigió una fuente de hierro con dos caños opuestos, que mostraba, en su frente, las siglas de Falange Española. El agua, que distribuía, generosamente, esta fuente, procedía del depósito, que estaba ubicado en el sitio, que hoy ocupa el velatorio. Esta agua procedía del Pocillo, aledaño al regato del mismo nombre, que se hallaba a escasos metros de dicho depósito. Discurría por una tubería, que, en la plaza, se bifurcaba: un ramal alimentaba la fuente de la Plaza y el otro se dirigía a la fuente de Santa Ana. En la fuente de la Plaza, los cántaros se llenaban enseguida; en cambio, el agua llegaba tan cansada a la Santa Ana, que tardaba las horas muertas en llenar un cántaro. Decían algunos que era, porque no estaba protegida por las JONS. El caso es que siempre que se pasaba por su cercanía, encontrabas decenas de cántaros y baldes esperando la vez bajo la sombra de las acacias. Antiguamente, (siglo XVI) el espacio presidido por la cruz y la fuente fue utilizado como lugar de enterramiento; poco tiempo después, se tomó la costumbre de abrir las tumbas dentro de la Iglesia. Entre dos estribos de la iglesia, enfrente del Consistorio, se hallaba el osario, donde se recogían los restos cuando se alzaba la pizarra para inhumar un nuevo cadáver.
El piso de la plaza no era una superficie plenamente llana, hacía como dos insignificantes pendientes que se aristaban a la altura de la calle del Oro, que la dividía en dos partes: la plaza de acá y la plaza de allá. La plaza de allá era la del Ayuntamiento, donde se reunía la gente a escuchar al gobernador o a la personalidad de turno, que hablaba desde el balcón de Ayuntamiento; se celebraban las corridas de novillos, se corrían los gallos el día de san Antón, se sorteaba el espigadero de las ovejas y se celebraban los bailes del domingo y del día festivo. La plaza de acá era el lugar de cita y espera; era el lugar donde los obreros, con su cigarro colgado de una esquina de la boca o cobijado en el hueco de la mano, asido con las yemas del pulgar y el índice, para que le durase más y no se lo chupase el viento, acudían cada mañana en busca de jornal bajo el soportal de Agustín Gómez; el lugar donde los hortelanos foráneos colocaban sus puestos de hortalizas y legumbres los domingos durante los horarios de misas; el lugar de la noria, del churrero, de la terraza de los cafés de la Anita y de Francisco Pericaño; la terraza de Anita se situaba junto a correos y yo tengo, en mi retina, aquel velador rodeado por Manuel Malacara, Marcelino Abuelito, Paco Molinero, Germán el Herrero, Juan Sacristán y José Manuel Morenito; de los puestos de helados y chucherías en las fiestas de san Roque.
La plaza no sólo era eso; era como la raya que dividía al pueblo en dos mitades: los del barrio de arriba y los del barrio de abajo. Y, en esa época, allá por el siglo XVI, XVII y XVIII, el pueblo elegía dos alcaldes, de nombramiento por un año: medio año mandaba uno y medio año el otro; pero la rivalidad entre un barrio y el sucedáneo era tan patente que llegó a plasmarse en una canción – himno, muy popular y definidora del tinte santanero, que ha perdurado hasta hoy día; me refiero a “La calle de santa Ana”
En la calle de Santa Ana,
¡Lolita del alma!
dicen que no vive nadie,
vive la luna y el sol
¡Lolita del alma!
y el lucero cuando sale
Que ahora, ahora, las traigo yo,
las avellanas para los dos,
ahora, ahora las voy a traer
las avellanas para los tres.
En la calle de Santa Ana
¡Lolita del alma!
hay bellotas como peras
para cebar a las damas,
¡Lolita del alma!
de la calle Las Aceras
Que ahora, ahora, las traigo yo …
En la calle de Santa Ana
¡Lolita del alma!
hay un ratón con viruelas
y a la cabecera un gato
¡Lolita del alma!,
poniéndole sanguijuelas