En Salamanca para estudiar literatura hay que ir a uno de los rincones más bonitos de la ciudad. La facultad de Filología es un palacio, a la ribera de una plaza preciosa, frente a las catedrales que se levantan hasta el cielo en la orilla opuesta. A este palacio van en Salamanca los que quieren aprender cosas de literatura.
Casi la primera pregunta que hacen los profesores a los estudiantes recién llegados es: ¿Qué es literatura? En el interior del palacio se acepta que la literatura, como todo en esta vida, es mutable y que lo que hoy es literatura mañana ya no lo es, y al revés. Aún así, con la inexorable fugacidad de la vida blandiéndose sobre las cabezas, en el interior del palacio, a la luz de los resplandores dorados del sol en las catedrales, se concluye que la literatura se define no por lo que cuenta si no por cómo lo cuenta.
Lo más importante en literatura no es el contenido, que siempre es el mismo: estoy solo, amo y no me aman, tengo miedo, no quiero morir, o anda y deja de dar vueltas a todo, que te vas a marear, y mira esta invasión zombi o extraterrestre o fantasmal, o mira esta ciudad envuelta en el terror a un asesino en serie, ¡toda esta gente sí que lo pasa mal no seas tú tan llorica, hombre!
Dentro del palacio, lo que define a un texto como literario no son por tanto las historias de siempre, sino su capacidad de contarlas de una forma nueva, desde un ángulo distinto, con un juego de luz y de sombras que consiga una instantánea atípica de lo cotidiano.
Aquí es cuando los estudiantes que van al palacio a estudiar cosas de literatura se quedan con el bolígrafo en suspenso y el ceño algo fruncido, pensando en lo tremendamente difícil que va a ser realizar su sueño secreto. Porque, en general, los que van a estudiar cosas de literatura quieren ser escritores.
Después, cuando ya quedan atrás el palacio y aquellos estudios literarios, hechos entre resplandores dorados de fachadas de catedrales al sol, los titulados comienzan una doble vida, como Indiana Jones o como los agentes secretos. Literatos secretos que guardan escritos en el cajón secreto de su cuarto de atrás. Hasta que llega un día en el que sienten que ya es hora de confesar a todos: yo escribo.
La primera sorpresa que se lleva el literato secreto al salir del armario es que sus editoriales favoritas no quieren saber nada de él. Las editoriales que publican los libros que a él le gustan, los libros que le han hecho escritor, los libros que hacen realidad el concepto luminoso de literatura que le enseñaron de estudiante y en el que todavía cree, todas esas editoriales han colgado un AVISO A ESCRITORES Y NAVEGANTES:
“No se admiten manuscritos de desconocidos”.
Los literatos secretos, que suelen ser también un poquito desobedientes, fingen que ese aviso no va con ellos, menos aún con su manuscrito, y a pesar de la señal de prohibido, envían su texto.
Pasa el tiempo y nadie responde. Si llega alguna respuesta es para proponerle que corra él con los gastos de edición. Porque algunas de esas editoriales, que antes vivían de vender libros a lectores, han tenido que adaptarse a los tiempos creando sellos que viven de vender servicios editoriales a literatos secretos con aspiraciones de posteridad.
A estas alturas nuestro literato, que muy a su pesar sigue siendo secreto, entra en crisis. Así que:
—Por favor, ¿algún editor en la sala? Porque esto ha llegado a un punto que ya es una emergencia.
—Bueno, bueno, a ver, yo soy editor, ¿qué ocurre aquí?
El literato secreto se anima, porque por fin tiene delante a un editor de carne y hueso que le dirige la palabra y no le ignora como si estuvieran reñidos.
—Que soy escritor.
Lo ha dicho con timidez. Aunque enseguida ha comprendido que es su oportunidad, que no es momento de ser humilde. Así que carraspea y se dispone a hablar como si no tuviera inseguridades ni tampoco abuela:
—Yo hago literatura…
A continuación guarda el silencio equivalente a los puntos suspensivos que acabamos de dejar atrás, para que durante unos segundos resuenen los ecos altisonantes de la palabra, y para explorar mientras tanto el efecto de los mismos en los ojos azules del editor, que contempla a nuestro literato secreto con expresión entre perpleja y aburrida.
—El problema es que no me publican —finaliza nuestro literato secreto.
—Que haces literatura… Pero, alma de cántaro, literatura dices… Si es que esto sobre todo va de vender. ¡Vender! Un libro es como un hijo tonto, todo son gastos. ¿Puedes cubrir esos gastos? —el editor saca una calculadora, que por supervivencia siempre lleva en el bolsillo —A ver… ¿cuántos seguidores tienes en redes sociales? ¿Comprarían ellos tu libro?
—No sé…, tengo como cien seguidores en…, y casi quinientos en … ,y a lo mejor llego a…
El editor guarda la calculadora sin usarla:
—Con eso no hacemos nada, muchacho. Mira, te voy a dar un consejo. Escribe de los temas que más gustan a los lectores. Pero sobre todo, más importante todavía: hazte famoso. Hazte viral. Me da igual el modo. Cuando lo consigas ven a hablar conmigo. O bueno no, no tendrás que venir porque seré yo el que vaya a buscarte. Así que, muchacho, déjate de entrar en crisis que tienes mucho trabajo por delante.
Nuestro literato secreto, que es secreto precisamente porque ni es famoso ni viral, abandona toda esperanza de publicar con sus editoriales más queridas. Se va a la orilla del Amazonas a reflexionar. Ese rio electrónico que recorre Internet. Esa tienda gigante que vende de todo. ¿Por qué no también sus libros?, piensa nuestro literato secreto.
Sus libros salen por fin del cajón y ahora están disponibles a la venta en la tienda online más famosa del universo. Por primera vez, nuestro literato secreto sonríe.
Vamos a hacer una pausa, porque somos buena gente y queremos dejarle sonreír unos segundos más. Los que necesita para darse cuenta de que sus textos, su literatura autoeditada bajo una bonita portada se vende mal.
Nuestro literato secreto esta vez no desfallece. Se viste de buceador y se lanza a las profundidades del Amazonas, para investigar a las criaturas escurridizas que lo habitan y que llaman algoritmos. Los resultados de las zambullidas son inciertos. No hay afirmaciones claras, porque lo hondo de un río caudaloso es todo oscuridad y secreto. Pero saca algunas conclusiones. La más importante, que los algoritmos tienen cara de editor con calculadora en el bolsillo. A los algoritmos amazónicos parece que les importa mucho más qué se cuenta que cómo se cuenta, aunque esto algo también importe. Prefieren las historias que encajan en temáticas populares y a los escritores capaces de producir libros nuevos con rapidez, por la lógica aplastante de que cuanto más abultas, más se te ve en el escaparate y más vendes. La ley del mercado.
Nuestro literato, que sigue siendo secreto, decide darse una tregua e ir a pasear. El aire fresco en la cabeza no alivia sus cavilaciones. Por lo que no puede evitar un estremecimiento, cuando casi tropieza con aquel editor samaritano que quiso curarle la tontería con un par de buenos consejos.
—¡Pero muchacho, si es que no ves por donde caminas! ¿Qué tal te va?
—Bien —dice con mucho convencimiento y naturalidad, porque aplicar un toque de color a la realidad siempre se le ha dado bien, es parte de su oficio.
—Me alegro mucho. Eso quiere decir que ya no vas por ahí invocando a grandes voces a la literatura —ríe— . Ay, ay, la literatura, la literatura…, a fin de cuentas, ¿qué es literatura? — pregunta el editor, mientras clava su pupila azul en nuestro literato secreto.
—¿Qué es literatura? —dice el literato—¿Y tú me lo preguntas? Literatura… eres tú.