Harina, leche, azúcar, levadura, huevos, ralladura de naranja, de limón, mantequilla, esencia de Azahar, otro de vainilla, agua, almendra, fruta escarchada, un haba y luego ya lo que ustedes le quieran meter, ya sea dinero, figuritas, algún regalo, …
Seguro que todos ustedes ya han identificado esos ingredientes con algún producto. Si a eso les añado una fecha reciente pero, sobre todo mágica, el 6 de enero, ya sabrán que hablamos del Roscón de Reyes. Cientos, miles, millones de ellos se venden cada año con motivo de estas fechas. Para desayunar, de postre, para hacer una merienda-cena con un chocolate caliente. Es parte de las celebraciones navideñas y de nuestras vidas.
Lo puedes encontrar en cualquier parte: quioscos, supermercados, minimercados, en casa de la suegra, en casa de tu madre,… incluso en las pastelerías. Sí. Ese gremio al que le han salido competidores por todas partes pero que sigue manteniendo el sabor y el aroma de toda la vida. O, ¿acaso no nos acordamos ya de aquellas visitas a las pastelerías cuando éramos pequeños? La tarta de cumpleaños, el roscón, el hornazo. Eran visitas generalmente puntuales pero inolvidables por lo que suponían. Suponía comer con los abuelos, risas, abrazos, jugar con los primos, aguantar las regañinas de nuestros padres, soñar. Al fin y al cabo soñar con otros encuentros futuros, deseando que llegara el próximo.
Hay muchas pastelerías y, seguramente, muy buenas, pero hay una que forma parte de mi vida. De hecho, el pasado Día de Reyes sólo ansiaba llegar a ella y ver a la señora Mari Carmen para que, como hace puntualmente desde hace décadas, me entregara el roscón que encarga mi madre. Ese que antes compartíamos (lo seguimos compartiendo) ese día, pero que luego ha tenido ‘rosconcitos’ que tanto mis hermanas como yo nos llevamos a casa para seguir disfrutando un par de días más.
Y sí. Con nata está riquísimo, pero, un servidor es de comerlo así a palo seco, cortando los trozos a ver si atravesamos los numerosos muñequitos que guarda en su interior, estableciendo, si es necesario, un tira y afloja con mi hijo por algunos de ellos. Y es que el roscón es como el niño que llevamos dentro y es necesario mostrarlo alguna vez, aunque sea un día al año y el 6 de enero se presta a ello. El abrebotellas, el emoji, el Rey Mago, la ranita,… Nunca tuve la suerte de que me saliera aquel billete de 500 pesetas con la imagen de Rosalía de Castro que anunciaban. Todavía alguno se acordará (no sé si se sigue haciendo en algún sitio) de cuando ponían una bandeja en el escaparate con todos los premios interiores y allí destacaba ese billete.
Aquella pastelería de la calle El Bosque, Jibe, y la señora Mari Carmen forman parte de mi infancia y… no sé expresarlo, pero es algo que me une a mi madre, a mi familia. Estaban en el camino que va de mi casa, junto al parque de Garrido, y la de mis abuelos, en plena rotonda, y tanto las celebraciones como los domingos era lugar de paso obligado. Quizá hoy no, pero de pequeños, los pasteles unían a la familia. Jamás se me olvidarán los pasteles de los domingos: mi raqueta, la palmera de chocolate de mi hermana, el danés de mi padre, el petit suise de mi madre. Eran el broche de oro a nuestros almuerzos dominicales, antes de que llegaran mis tíos o mis propios abuelos para tomar el café… y el coñac, o el anís, o el sol y sombra, y con ellos el tute y la brisca, los renuncios, y las discusiones. De hecho, los comprábamos en un quiosco del parque de Garrido porque eran de Jibe.
Ustedes tendrán la suya, otra, pero aquella pastelería, Jibe, siempre será mi pastelería y su roscón será siempre mi roscón. Habrá otras pastelerías, quizá más altas, quizá más guapas, quizá más listas, más esbeltas o quizá con un perfume caro llegado de París, pero a mí me gusta mi pastelería, la de toda la vida. Aquella donde, pase el tiempo que pase, me espera la señora Mari Carmen en su mini despacho, donde hablamos de lo sucedido en los últimos meses, de cómo nos va la vida, de mi madre y de sus hijos y de sus nietos. Esa pastelería donde sus hijos, Mariano y Julio, mantienen esa actividad frenética para poder surtir de futuros recuerdos bañados en azúcar a otros establecimientos, a otras casas, a otras personas. Donde mantienen ese oficio heredado de su recordado padre. Ahora también atendiendo su establecimiento en Canalejas y desde años con el Brocense 22, que también es referente ya de la hostelería salmantina. Como tantas otras cosas, Jibe será una de las que me permitirá tener siempre los pies en los suelos y me mostrará quién soy, de donde vengo y hacia donde debo ir y lo que tengo claro es que, el próximo 6 de enero… allí estaré de nuevo. Larga vida.