Ola de calor

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El temporal de Levante que azota en ocasiones la costa mediterránea es recibido con agrado por los veraneantes, pues suaviza las temperaturas con sus brisas frescas y desata el mar por el que suspiran durante meses los que procedemos de tierra adentro.

Contemplar el mar embravecido es un espectáculo en sí mismo.

A nivel de playa la marejada produce olas caprichosas, frecuentes, asimétricas, imprevisibles, que chocan entre sí creando remolinos de escasa altura, pero con una energía cinética tan alta que al romper succionan en su seno todo lo que encuentran a su paso. Es la célebre «resaca».

El fragor a nivel del mar es constante a lo largo del día, pero durante las noches se vuelve insoportable si uno vive en primera línea de playa, sobre todo para los que en el domicilio habitual gozan de veladas serenas presididas por un silencio sepulcral.

Por la mañana en la playa la bandera roja ondea sin tregua. Significa que el Ayuntamiento PROHÍBE expresamente bañarse en ese mar furioso para evitar tragedias, pero uno mira y admira esa inmensidad azul y no resiste la tentación de acercarse a remojar los pies en la orilla y si es posible quizá recibir la bendición también en el resto del cuerpo e incluso en la cabeza.

Plantas los pies firmemente en la arena húmeda y avanzas con cierta precaución, remoloneando, para sentir el embate del agua fresca y viva en los muslos y el vientre, en los brazos y el pecho, sin perder de vista en ningún momento la puntilla blanca de la cresta de las olas que, aunque no lo parezca, vienen una a una a por ti, para intentar que pierdas el equilibrio que te sostiene erguida.

Si te quedas varado más de unos segundos seguidos, la arena que te sustentaba desaparece bajo tus pies y tienes una sensación de vacío que te desequilibra y puede hacerte caer.

La violencia con la que embisten las olas, incluso las que mueren a dos metros de ti, es tan grande, que si te pillan desprevenido te voltean como a un guiñapo y en menos de un segundo sientes que una catarata te ha apresado, cegado y te ha hecho besar el liviano fondo arenoso.

Da igual que seas fuerte, pesado o atlético; si no conoces la clave, seguro que saldrás volteado.

A veces es la ola la que se siente atraída por ti y te llama, susurrando palabras mentirosas para que te acerques y la saltes con elegancia, pero pronto caes en la cuenta de que es una argucia para revolcarte sin piedad y luego reírse del ingenuo que habita dentro de ti.

Cuando llevas un rato mirando el oleaje y estudiando cómo actuar para saltar las olas más próximas o cómo de un impulso introducirte en su seno, de repente te viene la inspiración observando a los niños que juegan a tu lado, ya que ellos, carentes de la sensación de miedo e inseguridad que nos atenaza a los adultos, se dejan llevar por la corriente, disfrutando del dulce placer del revolcón salado.

La fuerza en los niños reside en su flexibilidad, en la capacidad que tienen para adaptarse a situaciones extremas. No pretenden asentarse con firmeza sobre la arena, ni avanzar mar adentro, ya que disfrutan con el simple contacto acuoso, sin pedir más.

Valentía y flexibilidad. No sufrir si somos arrastrados, sino encontrar placer en ello, como si ser volteado por la mar fuera un juego excitante y divertido. Flexibilidad como ausencia de rigidez y estatismo para bailar con la ola en vez de luchar contra ella.

Es posible encontrar una similitud con la vida que a cada uno nos ha tocado vivir, porque simplemente vivir es una empresa arriesgada y mortal. Pero si queremos disfrutar del viaje vital que se nos ofrece, no podemos ceder las riendas al miedo ni actuar con rigidez o inflexibilidad.

Todos tenemos en nuestra vida cotidiana nuestras olas que saltar, como metáfora es válida. De nuestra actitud depende gozar incluso con los revolcones y las aguadillas que el mar de la vida nos tiene reservados.

Apacigüemos este calor sofocante que estos días de mediados de Agosto azota inmisericorde la mayor parte de España con un baño refrescante y reparador en cualquier charca, poza, laguna o piscina que tengamos cerca.

Y si por suerte estás gozando de la mar en alguna maravillosa playa del litoral, acércate hasta la orilla con valentía, flexibilidad y con la mirada ilusionada de un niño dispuesto a dejarse arrastrar sin miedo por la fuerza del temporal, pero con la suficiente precaución para que puedas saltar con ligereza las olas y que ellas no te volteen sin piedad. Y si por descuido o casualidad lo hacen, que la aguadilla sea liviana y pasajera y no ahogue la energía que vamos a necesitar para continuar en la brecha durante muchos años más.

Autor

Cirujana Ortopédica y traumatóloga. Runner popular.