La plenitud del silencio

- en Firmas
Metro de Madrid chica

Todo grito que no brote de un auténtico “silencio” podrá ser “político” pero no será profético.

Nuestra sociedad posmoderna parece estar marcada por lo efímero y la fragmentación, con lo que la búsqueda de sentido se vuelve una tarea ardua, pero no imposible. Una sociedad recelosa de lo religioso, pero necesitada de espiritualidad, que es ese salto de comprensión o más bien de “iluminación”, en la que se descubre la presencia universal de lo divino y nuestra implicación en ella. Una comunión entre el Creador y la criatura en diálogo y transcendiéndolo todo en la realidad profunda del silencio, lugar de manifestación del misterio. Un Dios dentro y fuera, cerca y lejos que nos ilumina la mente y nos estimula el corazón en la desnudez interior de nuestro ser, donde nosotros mismos podemos ser silencio.

Karl Rahner profetizó en el siglo pasado, que “el cristiano del siglo XXI será místico o no será”. Esa reflexión, cientos de veces repetida, se puede ampliar a todo ser humano más allá de los dogmas y religiones, ya que a lo largo de los siglos el ser humano ha dado pasos que apuntan directamente a la trascendencia. Es un salto necesario para no sucumbir en lo efímero y puramente material, diluyendo todo proyecto inteligente. Un instinto espiritual, parejo al instinto animal y racional, late en nosotros a la espera de ser invocado.

En nuestra cultura se está dando prioridad a la inteligencia racional, pero nuestra evolución no estará completa hasta que no se desarrolle también la dimensión espiritual. Nuestra inteligencia tiene una triple dimensión: emotiva, racional y espiritual. Si no se desarrollan esas tres dimensiones no hay un desarrollo completo de la persona humana, solo en el seno de la inteligencia espiritual se puede dar el encuentro con el misterio y la iluminación de la fe. Esa dimensión no se alimenta con palabras de la inteligencia racional, ni las emociones de la inteligencia emocional, sino en el silencio hecho oración y contemplación.

En palabras de San Juan de la Cruz, entréme donde no supe: y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo. Una espiritualidad que, como un tesoro escondido, no es patrimonio de sabios o inteligentes, ni siquiera de piadosos, sino de cualquier persona que ahonde con ayuda del Espíritu en la contemplación y la oración. Era necesario cultivar el interior del ser humano, dejar penetrar la luz en él, para desposar la oscuridad en el silencio. Alimentar y escuchar el diálogo con Dios, en un libre fluir de lenguajes tan numeroso como las personas, hecho enteramente personal, a la medida de lo que uno lleva en su interior. El mundo no es tal como es captado por la conciencia del ego, mediante los sentidos y la mente. El mundo entero es la manifestación de Dios, nada existe fuera de Dios.

Tan solo desde lo que es, el ser se abrirá a lo que está ahí, principalmente a través de la creación que se expresa en la vida como un Don. El misterio se expresa en la creación, nos da ser y conciencia y, ahí, nos sitúa tanto dentro como frente a esa verdad. Una realidad que alcanzamos a reconocerla como un don de vida y que a través del amor se nos ofrece y da con sencillez y naturalidad. En lo transitorio de nuestra realidad, nos damos cuenta de la necesidad del misterio, donde muchas cosas se vuelven vacías y necesitamos de un mayor anhelo de infinito. Esa querencia de misterio se despliega aún más en todo aquello para lo que el hombre ha vivido, creado, amado y padecido.

Todos somos místicos ante el misterio, pero solo el alma puede alcanzar ese estado contemplativo y puede abrirse esa realidad oculta. El místico, como buscador de Dios, ha tenido que realizar el doble trabajo de purificación y vaciamiento. Deja atrás codicias, objetivos y ruidos que impiden abandonarse al Silencio. Más allá del ego, en la vasta llanura de su ser desde el silencio, el místico atisba ese gran Silencio, sintiendo que existió desde siempre. El silencio tiene vida propia. Es una realidad autónoma con la que podemos relacionarnos, anida y habita como fundamento de toda realidad

Si del Silencio viene la Palabra, esta se recoge en el Silencio. La verdadera contemplación ha de caracterizarse por la ausencia de palabras, por la hondura del silencio. El ser humano está ahí solo, pero solo con Dios. Es la inteligencia espiritual la que desarrolla la capacidad del silencio, de la contemplación, capacitándonos para descubrir esa realidad que está más allá de la materia y de las emociones, lo trascendente. La ascesis del cuerpo y del espíritu para llegar al conocimiento de Dios, supone también un camino hacia el interior, hay que viajar hasta el fondo más profundo de nuestra alma.

Abiertos a esa dimensión espiritual se llega ser conscientes de que la presencia de Dios en uno, no es exclusiva, y que a Él se le puede descubrir y amar en toda su Creación, en todas sus criaturas. Es la esencia de lo simple, es el fenómeno de lo diferente, más allá de las cosas, palabras, acontecimientos, relaciones, identidades. Sólo en el silencio puede tener sentido la palabra Dios. Las formas más perfectas de la espiritualidad siempre han comportado una dimensión ética, un lado práctico que las convertía en una fuerza transformadora de la conciencia y las dotaba de verdadera significatividad social, adquiriendo nuevos hábitos como la caridad o la paz que facultan el desarrollo de una nueva persona. En esto punto, podemos decir que ya hemos alcanzado la plenitud del silencio.

Autor

Profesor, historiador y filósofo.