Hay distintos tipos de dolor.
De la misma manera que hay diferentes modos de llorar. La intensidad también puede variar.
El dolor físico es más “manejable”. Tenemos productos naturales que nos ayudan y, cuando éstos no funcionan, existen los químicos que nos permiten paliarlo.
Pero luego está el dolor del alma.
Ese dolor desgarrador que no se aplaca con nada.
Te dicen que el tiempo cura las heridas, pero existen ocasiones en que no hay una cataplasma que ayude a apaciguar ese dolor tan inmenso que te retuerce las entrañas.
Acompañando a ese dolor, aparecen las preguntas sin explicación.
Una retahíla de porqués que se apelotonan en nuestro cerebro y que no dejan pasar los pensamientos que nos harían el dolor más liviano.
¿Por qué se ha marchado tan pronto? ¿Por qué me ha dejado? ¿Por qué se ha tenido que ir?
Pero también se dan una retahíla de afirmaciones y borbotones de lágrimas que nos impiden permanecer coherentes ante la marcha, ante el dolor tan inhumano y paralizante.
Ríos de agua salada que recorren las mejillas sin tregua. No hay palabras y abrazos que puedan calmar ese tornado de emociones que nos hacen temblar por dentro y por fuera.
Hay frases hechas que intentan apaciguar, pero no lo consiguen: es ley de vida, es mejor así, piensa que está en un sitio mejor, …
Es cierto, quizás. Pero, ¿a dónde ha ido?
Quien queda, tiene que lidiar con esos monstruos que aprietan el corazón hasta hacerlo diminuto. Esos fantasmas que te dejan sin aliento y que, de tanto apretar, te inundan los ojos de lágrimas.
El dolor del alma creo que es el dolor más insoportable.
Es un dolor anulador física y mentalmente. Ambos unidos.
Dependiendo de la intensidad, del acompañamiento, de la gestión que hagamos de las emociones, lograremos amansarlo para vivir con él de la mejor manera posible.
Tu nuevo compañero de viaje.
Ese que de vez en cuando se hace notar y se retuerce de rabia cuando comienzas a pasar de él.
Libro “¿A dónde vamos cuando desaparecemos?” de Isabel Minhós Martins y Madalena Matoso
